Cuando era mi hijo, le admití que quemará mi camiseta del Real Madrid, luego se hizo reguetonero y aunque en mi libro de familia, aparecen tres hijos, los domingos recibo a toda mi familia, con los dos hijos que tengo presidiendo la mesa.
Los libros que la definen suelen estar esparcidas por las habitaciones de mi casa de campo. Ella puede combinar lo brillante asomada en bonitos púlpitos para que admiremos su sabiduría o lo austero pero eficaz sobre los sillones que permiten una lectura pausada y equilibrada. A veces se queda en la mesilla, por si nos desvelamos en una noche de sueños de destrucciones de edificios que imaginábamos eternos como los cimientos de múltiples obras romanas o los abrazamos porque el vacío de los hechos nos arroja a una caída sin fin.
Cuando la vemos dejada en la repisa, frecuentando la nevera, nos creemos insaciables de agua y de ella. Las dos, las creemos frías, pero no nos debemos engañar, demasiado helada, nos puede producir un gran daño.
Ahora, que tengo en encendida la televisión y que en los reportajes, se habla de ella para sacar conclusiones de una eliminación en un partido de fútbol femenino, o en la entrevista a un hombre trabajando en el campo y que lo afirma de una forma taxativa, aún más que en los últimos años; te preguntas y al rato respondes, preguntando: ¿no será un camaleón, que hoy corriendo he visto ya sólo en su piel.
Luego te asomas a la vega del pueblo. Observas los corzos, con sus criadas preparadas para tirarse a un coche por el hecho de seguir a su madre y consideras tanta ceguera como un apagarse la razón ante un peligro inminente. Al fondo, a la izquierda, uno de los últimos años que vine, de mi primera época, había un campo de fútbol, muy artesanal pero que nos sirvió para imponernos a Ruguilla, todo estuvo bajo control, incluso el gol que me metí en propia meta. A los de mi equipo les pareció lógico, como decían, dado mi tendencia al caos. Me dolió, que pensaran así de mí, más que el otro día vi el gol de Inglaterra, donde sucedía una flagrante falta prevía y quiénes tenían que mirarla, comprobarla y arbitrarla parecían estar ajenos a lo que yo, entonces reclamaba y Misa y otras demandábamos, en estos días, pedíamos que se nos atendiera
En esos momentos no existe una balanza, sólo la sensación que el fiel, no lo es tanto y parece echarse en brazos de parte. A mí eso nunca me ha importado, si quien me atrapaba, me retenía y los dos encontrábamos un placer infinito. Pero, la mayoría de las veces, lo que sucede es que te echan a un lado, de malas formas.
A Elisa, la oí alguna vez, pero no la recuerdo como a Amanda, a esta la quise hasta en su gerundio; sus ojos eran avellana, su piel de cereza y sus besos de melocotón, que permanece fresco en tu boca y al moverlo dentro de ella parece como si una mina de emociones saliera a cielo abierto. Algunos
Por ella y porque es necesario nombrar esos instantes de éxtasis para respetarte en lo que fueron paraísos, la contemplas bella pero tan al límite como ese cortado ahora seco y qué tiempo atrás, atravesaste con el piolet de afilados dientes hundiste en el hielo cuando veías el abismo.
Dice que los reguetoneros tienen vida y en ella, emociones, reflexiones y son capaces de crear arte y hacer más bellas las pozas sépticas. Permítame que lo dude, pero no se asusten es mi estadio natural y a ella, a la justicia, cuando veo como la tratan algunos de sus jueces regateadores dudo que de lo que he escrito yo; desde las cumbres alguien haya bajado con las tablas y las hayan transcrito a su manera. Nada de eso nos debiera extrañar ya lo cantaba Sinatra, cuando encontraba a una extraña en su cama y la decía, vale de acuerdo pero lo haremos a mi manera.
Así está ella, muy nombrada y parece que respetada pero al final y a la postre, emputecida y yo creo que harta.
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