Aquella mujer había metido mi cabeza en una lata.
Cerca del río, que había olvidado aquel pueblo, nacía una vegetación exuberante enmedio de la cual algunos pájaros se escondían y volaban en sus juegos amorosos.
Hubo un tiempo en el cual las mujeres bajaban a lavar, esperaban a que se secara la ropa y un poco antes de comer, una mula eran acarreadas por Dulce para que les colocaran las coladas secas y el animal delante y todas las mujeres, detrás subieran cantando chanzas picantes y provocadoras para algunos de los mozos que andaban en la siega.
Dulce iba silenciosa. Era muy morena de piel, sus ojos te magnetizaban de tal manera que muchos preferian no mirar porque tenían miedo al hechizo. Andaba en una arquitectura tan perfecta como frágil. Parecía que miraba cada uno de los centímetros por donde pasaba pero si alguien le hacía hincapié en las manzanas que empezaban ya a madurar o en el cielo que tenía esas ciruelas ácidas, ella contestaba que nada había visto.
Alguno creía haberla oído cantar pero con una cadencia tan lenta que le pareció lo más triste que había escuchado jamás. Las tinieblas amenazaban con tragársela.
Cuando llegaba al pueblo se sentaba junto a la fuente tan inestable en el agua, como aquel verano alocado. Esperaba a que llegarán las mujeres; las acompañaba según pasaban por sus puertas y les entregaba su colada. Le daban unos céntimos y alguna, parecía, a su vez, con su voz arrullarla. De la última casa, salía disparada parecía destilar un cieno agrio que se prendía en el paladar y amenazaba disolver los nervios que se descontrolaban.
Un día Dulce, haciéndose fuerte, se quedó mirando aquella ventana, con puertas que parecían hechas para entrar en el infierno. De pronto, se asomó aquella mujer mayor, madre de una vivaracha lavandera.
Desafío a la joven para que se acercará. Esta reconoció las latas que veía tiradas en la ruta del río al pueblo. Un día, habíamos hecho el amor y después habíamos saciado nuestro ardor jugando a echarnos agua. Sabía que eran las lata de los republicanos que habíamos estado en el campo de Concentración de Jadraque.
Aquella mujer vieja, preñada en viruela, tenía una de nuestras latas grandes y dentro, mofándose aquella salvaje, estaba mi cabeza en formol
Dulce se acordó que tenía que alimentar a sus hermanas. Se volvió y de la mano que llevaba la correa salía la sangre a borbotones. Las uñas la habían penetrado con la fuerza de su impotencia y la rabia ante aquel odio nacido de las brasas de los infiernos terrenales, aunque los presignarse como en el vudú que les alejase de su propia maldad
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