En pleno verano, sonando por encima del crepitar del bosque incendiado, en Martín brota en su primavera de cada día, un sonido que le ha acompañado toda su vida.
A cambio y para despertarle de su ensoñación, le conmino a que se aparte de la senda; me mira con una cierta dulzura, alguna vez me pregunta porque sigo corriendo; no sé, si es para ir a ayudarme o para huir de tantos fuegos en el que he podido abrazarme.
Escucho a Wyoming. Su conversación podría ser una sonajero que diluyera tantos odios si no fuera porque a sus tenedores le han puesto el traje de pertenecer a su exclusiva secta.
Siempre me vuelve su persona, por encima del personaje. A este último le agitan para exhibirse sin pudor, pero cómo le dijo alguien en una gasolinera, su función ha sido aliviarnos de los imposibles cambios que nunca llegan y que aquel obrero había comprendido que al menos, el cómico les aliviaba, victorias pírricas, llaman. A la persona, Monzón réplica toda una inteligencia ante la vida; no pierden vigencia aquellos 26 minutos hablados en Alcalá.
No sabe Martín, los días en el trabajo donde el ruido ensordecedor parecía mecido por corazones que batallaban por darle besos a su eterna insatisfacción. Juan Carlos Ortega hizo un corto sobre una niña con un continuo malestar, aún siendo brillante en todo. La resolución es de lo que necesitamos salir.
De las tierras, a veces parecen nacer sueños, brotar plantas que cantan el paisaje con la voz de sus flores. Otras veces, miras y una lágrima se desliza sobre el paso de un Martín. A este, le resulta raro que ese pequeño líquido le haga levitar para abrazar el tiempo que se le escapa. Sus húmedos tendones saltan el muro de las limitaciones de un trabajo repetido, de unos niños que te piden un poquito más. Ríe junto con sus incontinencia y se asusta porque su lágrima se hermana con la que le hacía ingrávido. Nota que no solo se funden sino que se acarician en un reconocerse.
Tantos actos que le suceden a su vida. Violencias que oye en guerras, en atentados, en trabajos esclavos, en niños desarraigados del vientre de su entorno y empujado a atravesar desiertos sin oasis, ni tan siquiera alucinaciones. Él, tiene un silencio como sombra que no le protege de los soles de cada día de cada año vivido.
Un día, tiene una llamada, una verdad, un silencio que amenaza desbordar su corazón y el estrépito de levantarse para acudir a aquel campo que incluso en la primavera tenía un imperceptible tul transparente pero de luto.
Si, asustado por los olores que le llenan de esencias de aquella tierra de lluvias y heladas imperecederas. Hay un grupo de gente que escucha tarareos en vientres que engendraron intimos mimos; se levanta un montón de arena con recuerdos de humedad, retirada en capas de abrazos deseados, y abajo, en un nuevo hueco, unos huesos que albergaron todo, la vida, la mano tejida por las aguas de amaneceres sin pan y noches de frío infinito y la madre, combativa madre, que en aquel postrero aspaviento con el que asirse a la vida, agarró el sonajero para que agitándolo trazará manantiales de lágrimas por donde transcurrieron tantos de miedo, añoranzas, y embarcarse a horizontes que acababan sobre abismos con escaleras tan móviles que el futuro era coger el siguiente peldaño.
Escucha su ritmo, somos porque fueron.
Avisa al tiempo, permanece el corazón que recuerda sonando el latido abatido
Les quitaron la cadena de tierra, los grilletes de intereses y ahora, está
Él, su madre, y tantos de sus ecos que labraron cimientos, fugitivas melodías, ahora, entendidos
No hay comentarios:
Publicar un comentario