La nieve llega hasta mis rodillas; por la carretera, pequeños hilos de agua, anuncian un pequeño deshielo.
Aquella forma de despedirnos penetró entre la ropa y la piel de mi espalda, produciéndome escalofríos. Temblé por el glaciar témpano que parecía deslizarse por mi espalda. Una cálida gota de felicidad que quiso venir a mi recuerdo, de aquella noche que empezó con su delicadeza sublime sufrió un shock al notar aquel viento polar.
Noté que un poco más arriba, desde la pequeña cima, un oso exploraba mis desechos anímicos y el estar atrapado por la nieve.
Tenía malas experiencias con los humanos. Estos, habían reventado la cabeza de una foca, a la que había acechado por horas y había descubierto que estos, tenían un punto bestia. Se llevaban la piel y partes del cuerpo, pero a él le habían dejado la mayor parte. Dudo, hasta que aparecieron los carroñeros, si sería una trampa, ese salvajismo que le alimentó por días.
Ví que se alejaba por caminos de hielo, aferrándose con sus afiladas garras. Me recordaron aquellos hielos del Veleta, que no nos paraban cuando descubrimos el esquí y el vivir en la plena inconsciencia. Luego, en mitad del maremágnum provocado, confiamos en encontrar un reguero de nieve al que al que aferrarnos o en su defecto, que nos pudiéramos recolocar para que la parada de cada una de las cosas no tuviera un radio de acción de cientos de metro. El daño o el dolor en aquellos tiempos no existían. El frío, si no se había escapado algún guante, se desvanecía entre risas, menos la de quién recibía el bolazo lejano de algún Yeti, enano que se moría aún de más de risa.
Nano Stern viene del invierno austral, nos cantará por Madrid y Barcelona, y aquí, en huertos en sed, para poner su montura sobre las que surfear con los cuatro vientos para seguir la marcha de quienes nos estuvieron.
En ti, cada uno de los 114.000 represaliados de franquismo que aún siguen en las cunetas. Pasan abrazos de quienes los tienen guardados tras saber de ellos. Se quedan quietos los besos, entre la congelada indiferencia de quienes comercian con muertos.
Maestro, que te helaron el corazón cuando viste que el rico premiaba la inconsciencia de atarse al desconocimiento a aquel que sujetaba un arma, apuntaba y abría su tumba a la posibilidad de sentirse humano.
La tuya, la tumba, te la abro yo, para visualizarte y decirte que veo cómo crece la planta y la mirada consciente de aquella alumna que en mitad de sus efervescencias, descubre cómo atravesar las nieves y vadear los ríos a punto de congelarse
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