domingo, diciembre 19, 2021

Bote para un equilibrio

   Despierto sobre una mesa inmensa. Cuando me arrastro a uno de los extremos, contemplo el fondo. Lejos, muy lejos, intuyes como sería el final.

 Difícil decisión. Al lado, desafiando al vacío, una pelota, poco a poco, va perdiendo su vuelo. Quizás allí, sólo una pelota loca parece darme la oportunidad de subirme. De ahí a... quizás al suelo, si soy capaz de controlar su propia rotación. Mis días de circo, que siempre oculté, pudieran ayudarme en esta aventura.

  Soy consciente de mi viaje, como también lo soy de los espectadores que han acudido a ver y escuchar mi narración. Mi cuerpo, nunca la plasticidad, ni la versatibilidad para utilizar su lenguaje como transmisor. Cuando lo quise educar, mi condición alocada, la anarquia tiene un valor más bello, se esfumaba de algunas de las indicaciones de Sten, o Pablo, o Rodrigo. En el primer caso, no haber amado con el inglés como intermediario, me parece colocarme en la perspectiva de un "voyeur", con estímulos amputados para una ilusión de plenitud.

  Subido en esa nave-pelota, la recorro. Si miro hacía abajo, en el bajel tengo compañeras infinitas; en el cansancio, yacen postrados pendientes de muchas mentes, de más piernas que caminen hacía los lugares adecuados para visualizarlos.

  Quiero huir del escenario, en un momento determinado siento ser impostor al que han dado la confianza para que la poesía de Javier Gallego y el cómic de su hermano, Juan, sobre la misma, pudiera ser sentido desde cada uno de los puntos de mi cuerpo. 

    "Se hunden sus cuerpos como un diluvio en el agua". Quiero moverme, con espasmos, con ansías, para que les vean, a Yousef, a Rania, a Imane. Si consigo tres saltos, tres giros y un minuto de carrera frenética, el público comprenderá su angustia. El impulso es ese. No huyo, por pensar que eso no lo puedo dar todo ese valor que creo necesario. Me quedo, apenas respiro, los brazos desaparecen en el cuerpo, la cabeza permanece erguida, los ojos se clavarán en cada uno de sus contempladores; ellos, también se quedan petrificados.

   Estoy en el medio, mi cuerpo silenciado por un océano, pone nervioso a los espectadores. Soy sólo la debilidad y a ella no pueden llegar para darla una esperanza. Son ahora, multitud, los que se revuelven de sus asientos; no llegan a mi isla porque son ellos los que se van ahogando en sus actos diarios. Se sienten vivos porque los focos les iluminan para darles exclusividad. Son frutos expuestos en los escaparates hasta que se posan en el suelo, en la nada.

  Y sin público, y sin nada, porque todo me lo quitaron, porque todo lo perdí. La tierra no me quiere, el cielo me ha olvidado. Sin nadie, emprendo el viaje, me agarro a las olas que se diluyen entre mis dedos que las creyeron salvavidas; las gotas pugnan por desvestirse de la sal para que sepan de su disposición a compartir un viaje por las nubes, los ríos con sus saltos a lo imposible y sus presas al encierro de los instantes  de cada día.

  Soy yo, expulsando las naves buenistas que me llevan a los ácidos que deshacen mi cuerpo; un tiempo medido en un telediario, que ponga una lágrima furtiva en nuestra mente enternecida que enseguida pulsa el botón para contemplar un partido de nuestro héroe que abre las puertas para salvar a los que se empequeñecieron con sus miserias, pero que son parte de un imaginario con el que nos creemos a salvo.

  Cuando pego un gran salto al patio de butacas. Con mi sombrero quitado, por recibir una dádiva. Me quedo inerte, para este buen final; el del público que se ha humanizado en el hecho de coger los abrigos y salir con un cierto orden; el de haber participado en un nuevo acto social.

   Del bote tuve que salir porque era hipnótico su efecto de viaje a un suelo, y sin embargo, sin gravedad, era un viaje interminable. Por siglos, fueron los pobladores esclavizados de África, incluso los gallegos tomados de las aldeas o los desfavorecidos de los países asiáticos, explotados en el verdadero nombre de la codicia, vestida de progreso.

Y desde aquella sala, en la que había danzado, al abrir una puerta lateral descubría a nuestros propios desheredados. Me desmaquillo, oyendo el ritmo de un bote cíclico

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