Hoy me he metido en la puñetera pantalla. Podría alegar que no lo quería. También que siempre he tenido consciencia de lo que se me exponía, que podía ser una visión con muchos matices y que eso no me incumbía a mí.
Al llegar a aquella plaza, la protagonista ha hecho amago de entrar en el bar, donde siempre me gusta sentarme cuando voy a Barcelona. Son cosas intrascendentes; no, el encontrarme con ella, no lo sería, pero si lo que escribo, creo que nunca han transcendido, porque no las he puesto voz y sobre todo, no he dejado entrar en mi vida a Eddie Veder. Estoy seguro que si yo le dejo entrar, la protagonista se hubiera convertido en la materia con la que nos hubiéramos saltado la cuántica. No por exceso, sino porque nos hubiéramos ido a escribirnos en una librería para sernos aquella pareja, que poco a poco, se va descubriendo que entre sus antecesores hubo la traición de uno hacía el otro. No es nada nuevo, ya lo escribió alguien, con sus personajes mordiendo la almohada por pertenecer a un pasado que les quebraba.
Tras pasar noches en los que los sueños se hacen exploraciones de planetas y los abrazos se convierten en hidras con las que quisiéramos subsistir, porque desde el vacío que nos significa nuestro alrededor, nos alimentamos.
Descubrimos, de forma fatal, que en ese contumaz y pernicioso pequeño destello de consciencia del pasado, va a disponer de las inconmensurables fuerzas hercúleas para derribar nuestros besos.
Pero no sigamos por ahí, que saltar del escenario a la pantalla, me lo provocó aquel incómodo calzoncillo que me puse para acompañar a mi traje de smoking. Iba como un pincel, aquel sastre había controlado cualquier necesidad que me pudiera surgir dado mi espíritu inquieto que podría hacerme saltar a un campo de fútbol como espontáneo para pedir un autógrafo a Alexia Putellas. No le había aclarado que mi mente no aceptaba los cosidos en aquella otra prenda, ante lo cual mi cuerpo se llenaba de granos.
Por probar, para aquella sesión de cine le había dicho a Michael que en la conquista de aquel pico, también participaría yo, pero no de esa manera tan poco ortodoxa. Saltando, no quedando estampado ante la pantalla blanca, sino convirtiéndome en parte de ella, para acompañar hasta el último sherpa que estando al límite encontraba la palabra friends, que te sujetaba tras el último aliento.
De la pantalla se sale, me dice el proyector; con una prepotencia que viene de sus orígenes. Payasadas de la meritocracia proclamada por las exclusivas lámparas
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