El señor está ahí, observando a la dama oscura. No sabe si es aliada. Sólo que desde su tumbona ofrece una imagen espectacular. Él no está seguro, si es porque en ese momento sus curvas zigzaguean como queriendo escaparse o es porque vío su cuerpo largo afilado, antes de caer rendida para ser masajeada por los rayos de yo. En ese instante lleno su mirada, sus caderas que se cerraban para crear las curvas más perfectas que luego se expandían a la exuberancia de la que parecían esos labios carnosos y esos ojos de color azabache que parecieran nacida con los rayos de la primavera que afloran a la vida.
Ella es consciente de ese poder, como también de la debilidad del hombre que se ha postrado ante sus apariciencias. Le contempla de arriba abajo y decide volver a entrar en el juego que tanto tuvo que jugar como perdedora, para ser ahora la croupier, que recoge siempre las ganancias como "la banca gana"; aprendió a que no le importará esa especie de bonachon que no parece romper nada pero que admite que las cosas continúen así.
El "así" es largo de explicar, con muchos bordes y saltando fronteras de tal manera que muchas veces no parecen que se sepa en que momento anda y con quien se encuentra aliado.
Se aproximó, en primera instancia, una mirada lasciva poseedora de un hombre, al que la codicia de una mano pareció guiar por los infinitos caminos que empezaban en los Magallanes para subir pampas y llegar al gran Buenos Aires. Por la cadencia de sus manos y su mirada sin prisa, pareciera que aquel señor pudiera ser dueño, no sólo de aquel ser humano, sino de los otros, a los que permitia mirar en su trayectoria casi orgásmica, como explicando que ellas también podían formar parte de cualquiera de sus posibles viajes.
Ella, tranquila, levantó la mano, pidió una daikiri; con ese Sol, con una brisa, aún fría pero que la acariciaba su cuerpo aún adormecido, pareció llamar al éxtasis a las manos que movía a un cerebro que, otra veces, había percibido que la ingesta de alcohol, les hacía nublarse a aquellos seres; lo cual, sabía que le quitaba valor a sus conquistas, pero que más le daba a él, si en todos los actos de cualquier parte de ese ser, parecía proclamar que había sido educado para poser.
Cuando después de una concienzuda preparación del brebaje. Antonio llegó y de forma muy protocolaria pidió, primero permiso; luego, acercó la mesa para que todo estuviera a mano. Ella, le dijó que no, que apartará la mesa.
Tras hacerlo, fue posar el vaso con el brebaje en el que se había especializado este migrante, plagado de belleza y de necesidades y brotar un rayo, en un fulgor de un instante que se llevó a ella, con Antonio que salía de servicio.
Allí, con un Sol que golpea con su corona ya elevada, se quedaba un daikiri, en un vaso que le recordaba aquello que había creído poseer; se bebió todo de un trago, por si podía eliminar su conciencia de miseria, por si podía enfrentar a la percepción de sus babas que ya era más difícil que le recogieran
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