sábado, diciembre 26, 2020

Puentes para no entender

El libro puede ser maravilloso; un autor que en 28 páginas te muestra la sala de máquinas de una sociedad, a la que siempre su glamour nos sometió en nuestra capacidad de juicio

Podría ser el palabdinamitero que todo exaltado necesita para sentir funcionar su cerebro y romper los esquemas mentales que le han marcado siempre. "El hijo del chófer" es una inmersión fantástica en un tiempo que viví pero que no comprendía en su profundidad. Mientras los lideres fantásticos parecían habernos caídos para ser nuestra bendición y guía para la vida; todos ellos luchaban para estar en el lugar justo, en el tiempo indicado. 

Nuestro protagonista es la quintaesencia de estos que nos fueron puestos en las peanas (periodistas, reyes, president, y especímenes medradores,, como él mismo), para admirarlos y seguirlos ciegos. En ese nuestro estadio, ellos encontraron las puertas abiertas  para escalar y conseguir sus propios beneficios

Caímos en una historia de amor única, de los libros (sin la veracidad de "El amor en tiempos de colera") que nos permitió durante esas noche de pasión, anclar en la memoria la repetición de los líneas paseadas por el cuerpo con el que atrapo su futuro.  Sus esquemas ya funcionaron así para toda la vida.

Escribía una joven sobre un colectivo que tiene a la patria y al catolicismo como sus referencias. Curioso es que los ataques a los valores los encarnen todos los especuladores indicados más arriba reunidos, en actos cada vez más obscenos y descarados, por su impunidad labrada.

¡Qué estúpidez! pero ¡qué desesperanza!  Saber que habitando la parte de abajo del abismo que nos separa, sin embargo, les perdonamos sus actos y cuando aparecen como ofendidos, mostrando ser merecedores de cariño, olvidamos que se apropiaron de nuestros recursos, nuestros trabajos, por momentos, esclavos y de la dignidad que dijeron respetar en cualquier ser humano, si hicíeramos caso a sus falsas palabras.

Unos se enteraron hace años, otros intuimos agujeros, pero nos pusieron banderas, balones, las unas para ondearlas y no poder ver; los otros, para patearlos con sonidos sordos y así, no escuchar cuando se acuchillaban entre ellos, llegados el momento, o excavaban zanjas, donde caeríamos y si no estábamos prestos, nos enterrarían, quizás con algun capellan pegando el tiro de gracia, por sentirse él mismo, un dios nuevo, adaptado a sus ciclotímicas reacciones quintianas.



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