Me la ponían siempre de postre, pero siempre me negue a saltar ningún muro para comérmela. La vecina, sin embargo, me invitaba a tomarla, como entrante a no sé me quería indicar.
Yo era bajar por el paseo que llevaba a aquel bosque, bañado en sus bordes, por arenas de ansiosas orillas y me quedaba paralizado por aquella belleza sin par. Un día, ella se adentró por entre aquellos inclasificables árboles y yo quise seguirla, pero claro, su reflejo se iba perdiendo entre la sombra de un pino que caía sobre un eucalipto chupóctero y la del inesperado roble que perdía su vigor cuando su sombra se posaba sobre el cerezo. En el tiempo de la codicia, nuestro árbol podía fardar de fortaleza pero caer sobre las cerezas le convertía en un ser ansioso, inestable y huidizo, era encontrar brisa de viento para derrumbarse sobre el cerezo para el mayor acto de amor que se podía producir. En esos instantes no era capaz de imaginarse en que tipo de locura se sumergiría si por cualquier circunstancia el cerezo decidiera buscar un lugar menos concurrido, donde él pudiera exhibirse y el Sol bañarle como para darle a su tronco un barniz de un gris, bañado con la trompeta de Telonius.
Nadie antes había tolerado que una valla pudiera poner impedimentos a quienes paseaban hambrientos para llegar al tajo antes del amanecer. Podía tropezar con amigos no vistos hacía meses y decirse, risueños, conocedores de mil mutuos secretos: "vaya parece que aquellos tiempos los saltaste con una facilidad y una premura que no habías dejado entrever cuando pisábamos los charcos de nuestras calles sin asfaltar.
Él me respondió que la baya, estaba muy rica cuando al lado del río te sentabas como para curarte viendo pasar la corriente, pero sin embargo, habías visto que aquella cuando se metieran en el agua, sería para estar un rato largo disfrutándose. Era el momento para cogiendo la cesta, sacar la miel de la Alcarria, con mayúsculas por el placer que producía y mojándo de forma ligera la fruta, te creará en boca una voluptuosidad que te habrían la memoria de aquellas noches en Azikueca, donde se exploraron sabores y olores con la fruición con la que un niño dedica a sus nuevas botas para meterse en todos los charcos.
Con aquellas bayas, "¡vaya si mereció la pena saltar una y otra valla!
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