Es un frio que penetra y se encaja en los huesos; has salido de tu cabaña y ves alejarse al oso con el que peleaste anoche. Lanzó tres zarpazos que evitaste en sus uñas, concebidas para arar terrenos donde luego alimentarse, pero su cabezazo te arrojó al lago de aguas otoñales. No quiso más peleas, se giró y marchó sobre el tapiz amarillo, iluminado la luna llena.
Una poderosa imagen, en la que el animal trazaba la línea de lo posible. Paró por unos segundos, pareció aspirar todos los olores que pintaban aquel comienzo del bosque; no pudo obviar ninguno que le ayudará a su tiempo que había comenzado y sin embargo, después de un leve gesto hacía unos matorrales que estaban a su izquierda, siguió su camino. Lanzó un último gruñido que pareció elevar un muro que marcaban sus dominios.
Tras unos minutos, la niña salió de entre zarzas y chaparras y se dirigió, descendiendo por un camino, a donde estaba su padre. Había salido del agua y estaba tiritando, en su desnudez y en el abandono que te produce el frío, cuando está apunto de ganarte y te derrota, abandonándote a cualquier lucha.
La niña le cogió del brazo, le animó a ponerse su calzado y tiró de él, hasta que le obligó a correr; la luna siguió apaciguando la noche y les fue entreabriendo la senda que recorrían. A sus ojos nada parecía suceder, pero escuchaban los murmullos de los corzos que estaban a punto de salir a un claro y que alargaron su tiempo de espera, porque del ser humano se puede esperar cualquier disparo perdido.
La piara de jabalíes se dirigía orgullosa hacía la piscina, a la que una y otra vez abrían compuertas naturales en la reguera para que siempre estuviera húmeda. Les percibió el hombre, que luchaba para no perder aquel lugar, pero, ahora, en su correr para entrar en calor y llegar a su casa, se quedó con el cruel fardo de la derrota.
Al llegar a una intersección de caminos, reconocieron, a la derecha, el bosque mágico en el que no debían entrar a estas horas y enfrente, a unos 50 metros pareció que el oso también dudaba de volverse atrás.
Rutas diferentes les volvían a enfrentar, se izó sobre sus dos piernas traseras y consiguió tapar la luz, hasta conseguir que un halo envolviera y magnificará, aún más, su poderío y belleza.
Luci, así se llamaba la niña, se adelantó al padre, que había empezado a temblar, ahora no de frío. Ella se adelantó y habló al osezno que quedaba en el interior de aquel enorme cuerpo, este volvió a sus cuatro patas y continuo su caza fuera de la ruta de aquellos dos humanos, que ya vieron la casa a unos cientos de metros.
Ernest se rehízo, volvió a correr, por otro manto de luces amarillas que habían atemperado la dureza del terreno. Cuando, a unos pocos metros, buscó a Luci, no la encontró.
Dio unos pasos más y se apoyó en un poste del porche; miró atrás donde un abismo se extendía, imposible de recorrer; sentía que estaba al borde del acantilado. En noches como está, nunca sabía como su hija, Luci, le tendía puentes para llegar al reposo de la casa.
Se desperezaba en el porche, donde una enorme y cálida manta que habían tejido entre los dos, le protegía.
Unas mínimas lágrimas le caían; los árboles comenzaban a dejar sus brazos desnudos como para amarrarle, sus hojas brillaban como parte de un lazo amarillo que coronaba una cabellera negra y unos ojos fiera, que seguiría defendiendo a los suyos.
Algunas noches, sonaba Freddie Freeloader, tenía un equilibrio en el participaban todos los miembros de la naturaleza; la niña era la directora de orquesta y él secaba las gotas y abrazaba el saxofón para querer todo lo que había tenido y recorrer tierras de abismos y desesperanzas en las que erigir monumentos de actos, besados con recuerdos
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