Ravel me ha marcado, añadió Cristina, a una larga intervención en el Centro de Cultura Contemporánea. A continuación pasó a desarrollar esta última afirmación.
De repente, Felisa desde la tercera fila lanzó un grito que ahoga el comienzo de esa explicación.
Cristina hizo un largo silencio, mientras se sucedían una serie de frases de quien había lanzado aquel espeluznante sonido. Dos personas que la rodeaban, la sentaron, la acariciaron; una de ellas le dio un beso en la boca. Las dos la entreabrieron y continuaron durante un imperceptible y eterno segundo.
La ponente se revolvió y se descompuso durante 5 segundos en el que el auditorio permaneció callado pero empezando un rítmico movimiento de pies. Tras este tiempo, se dirigió a donde había dejado la botella; la tomó, pero esa acción hizo ver a los oyentes una agitación en el agua, que indicó una tormenta en ella.
Volvió al atril y allí fue desgranando las razones que había para declarar esa pasión por Ravel.
Al decir, cinco, para indicar la última. La hilaridad era ya patente en la sala; la enumeración de las cuatro primeras habían sido a cual más excéntrica y fuera de toda lógica.
Que la quinta fuera el describir su vida como squatter in London, hizo lanzar una exclamación de auténtica sorpresa que lleno la sala.
Que dudará de hacía donde iba a seguir, aquella descripción, provocó una sonora tos de Daniels, aquella pizpireta señora de la primera fila, a la que habían conseguido quitar su enorme pamela, con la convincente amenaza de incendiarla, hubiera quien hubiera debajo.
Cristina se fijo en ella; ahora tenía esa imagen tan sofisticada, entonces eran parte de un grupo que seguía a The Clash por todos las casas ocupadas de Londres y por todos los tugurios que habían por los alrededores; Thatcher había conseguido inyectar el veneno del individualismo en la sociedad. Muchos que la creyeron tuvieron que abandonar sus pequeños negocios, cuando les dejaron enfrente de las grandes corporaciones.
Felisa, volvía a estar envuelta en sudores y mostrando un creciente movimiento de ambas piernas, si no fuera por sus acompañantes, hubiera dado la sensación que podría haber atravesado la doble cristalera de la salida.
Si, al final, si describió la relación a tres, con aquella otras dos personas que andaban removiéndose con sus asientos y si de Daniels dijo que fue esta quien yendo varios días a la semana a clases de piano a la tienda de Shay, este la había invitado a aprender la partitura de este bolero. Durante unas semanas la tocó en una pequeña sala contigua a la tienda, con una cristalera que daba acceso a saber quien entraba en la tienda y finalizado en aprendizaje, Shay salía a poner el cartel de cerrado, "hemos salido a hacer unas gestiones" y lo que hacían ambos, era entrar en otra habitación durante una eterna hora, se exploraban y se sumergían en un acto que les hacía perder el sentido.
Ahora en aquel auditorio, Daniels también volvía en sí; conocida como una activista del movimiento LGTBQ+, que contarán aquella anécdota de sus años de búsqueda y descubrimiento, en aquel enfebrecido Londres, le parecía, primero injusto y le hacía dar unas explicaciones que a la mayoría de la que la conocían, no les importaba, porque siempre tienen juicios apriorísticos que se hacen ellos mismos y les hacen prescindir de la realidad de quienes han vivido la situación.
Cuando Cristina tocó los primeros compases del Bolero, Felisa y Daniels han unísono, se levantaron y cantaron sus palabras de guerra para aquella música y aquellos momentos de romper normas, las mismas que ahora las habían fagocitado
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