Había sido anegado por aguas cegadas de prepotencia, aquel cerezo se ahogo; sus raíces engreídas por su gula de agua, que la harían eternas.
Crecería sin fin y sería investida de una belleza procaz, donde pájaros e insectos procrearían sus nuevos universos.
Ver aquel árbol amortajado por las bellas hojas entre marrones y naranjas, convertía aquel espacio, en un tiempo triste.
Como en todo lo pasado que clama por lo que podía haber sido; nacía el pensamiento de haber prescindo de alguna hora de las dedicadas a la escritura, nunca trabajada en lo que pide un lector exigente, para crear un camino que quitará aquella cama infinita de aguas; era una posibilidad; le atrapaba la tristeza por ese abandono, pero aquellos acuíferos rebosados y las tierras volcadas sobre aquel cerezo no se lo hubiera puesto fácil.
La realidad golpeaba de esa manera; lo extraordinario, que me esperaba, es que hubiera cogido olas de tierra fértil, para que las aguas se hubieran distraído de la toma del castillo de cerezas a punto de ser podrido de codicia, en el que había fijado su siguiente conquista.
Le seguía viendo, contemplaba su decrepitud, porque las hojas se encogían de calor y caían, con el aleteo de los cercanos dedos que querían acariciarlas por si cupiera, aún, algún posible milagro.
Se tocaban las ramas pensando en un crujir que confirmara la leña sobrevenida y cuando sentía una cierta plasticidad le inundaba un panel de cielos de una instantánea mirada.
Bajaba la cabeza hacia el tronco, por si un brote, manara para su esperanza. No sucedía; si pudiera dibujarla, soplarla y animarla, lo haría hasta encontrar el aire que saliera para dibujar un sonido que envolviera el último halo de vida de nuestro cerezo abrasado en agua
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