miércoles, agosto 28, 2024

Tortazos repartidos

 El aire contenía el perfume de nuestro protagonista por aquellos palcos que le ocultaban, a la vez que a la plebe sólo les ofrecían la visión de los maravillosos productos que les servían a seres tan exclusivos.

 Nadie podía escrutar el paño de su traje exclusivo. La testuz de diez orangutanes excitados por una camiseta, nunca se giraría hacía el glamour que exhalaba nuestro protagonista. 

 Si dos imanes se repelen, una riqueza dirige la fuerza de sus siervos hacía quien desnuda las formas de haberla obtenido. 

  La pregunta es si los puños de todos ellos resudan oro y perfumes en casas de ensueño. Extraemos como una muela podrida, a uno de ellos, para intentar paliar su infección. Permanece digno, incluso al llegar a su habitación, llena de posters y necesidades. 

  Con un cuidado infinito, le aclaramos que la extracción de todo el veneno que ha sido capaz de absorber, puede ser dolorosa. Si quiere, te podemos dar un poco de cloroformo en pequeñas dosis; no sé, le digo, entre temeroso y despistado; pudiera ser un poco de Pandemia Digital.

   Me mira, ofendido, y me anima a proceder. 

    Su inicio, rememora, a la adolescencia la pasó en un instituto público y allí, habiendo recibido, ya, altas dosis mortales, para otros, de populismo, las rebozaba entre las diferentes trampas que preparaba y repartía entre sus compañeras-os. Tenía su público, quien no lo tiene a esas edades cuando revoluciona una clase y pone la autoridad de un profesor en entredicho.

   Le costaban los estudios; era bastante más fácil seguir una bandera, unas palabras, unos himnos. Todo estaba simplificado; no le pedían comprensión lectora, sólo repetir consignas, pero fáciles. Le pusieron alguna imagen de Jhon Wayne o de Gregory Peck. Tenía una cierta habilidad para copiar y remarcar esa dureza, impostada, en actores como él mismo.

  Alguna vez, se topó con alguien que le puso en evidencia; bueno, tenía, otra magnífica capacidad, la de fingir un compungimiento que le provocaba una risa interna, cuando salía del despacho del director y una mirada de cuchillo de odio con el que parecía rajar a quien le había expuesto en sus contradicciones.

  Nuestro héroe, por su traje, su perfume, su porte general y su andar levitando era un magnífica exhibición y espejo de algo a lo que todos deberíamos aspirar. 

  Pasaba que extraído del grupo, nuestro púgil, y entre la sangre que habían generado en su apaleado antifascista, aparecían pequeños cristales, parecían rotos, desechables, quizás merecían algún que otro martillazo para que nadie de nuestra sociedad se pudiera hacer daño.

   El solo hecho de ese pensamiento, le calmó, sus sentido de defender a los suyos, ¿podía haber algo más grande?, se preguntó y gimió con un cierto placer, que intento contener, pero le produjo una leve sacudida, mitad obscena, mitad concupiscente.

   Ante de empezar esa pequeña ensoñación que le había venido a la cabeza. El aporreado, tuvo un penúltimo gesto hacía él, le quitó ese martillo y por esos cristales descompuestos del espejo que glorificaba al "ojalá hubiera muchos como él" se pudieron ver todo lo que componía la perfección del hombre sin nombre.

   Niños trabajando en unas condiciones demasiado precarias para la existencia animal. Especulación con barcos retenidos hasta que el precio subiera de forma impúdica. Una puesta en escena en grandes comercios, que no competían contra otros, sino contra sus clientes para hacerles palidecer en sus bolsillos y ser menoscabados en su condición humana, con propagandas tan obscenas como ir a ligar a un sitio donde pagas todo un 50 por ciento más caro que lo costaría sin tanta desvergüenza perfumda y mediática.

     El niño golpes dados se agitaba como si hubiera sido encerrado en una plaza. Escarbaba en el suelo y no sabía hacía donde tirar. El despojo de un trozo de tela impregnado de una carne chamuscada de un último incendio, nunca sabido entre nosotros, le produjo tal repulsa que derrotó a diestra y siniestra. 

   No dudábamos que el proceso sería largo y que deberíamos estar preparados para que, como el animal herido, con un dolor atroz, en alguno momento, nos volvería a lanzar alguna otra dentellada aunque supiera que le estábamos ayudando en su proceso de curación

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