La mañana era ideal, el sol aún no había asomado, había una suave brisa y el olor a humedad estaba impregnado sobre aquel mar de girasoles. Un gato amarillo se desperezaba delante de ella, a la vez que esperaba algún gesto de complicidad de ella.
El suelo desigual la obligaba desde el primer momento a poner atención en donde pisaba y la campana de una iglesia lejana quería marcarle la cadencia de sus pasos. Conocía la ruta pero aún así, había obtenido el track de una aplicación que le habían indicado un conocido. La época anterior había sido muy violenta en cuanto a cambios atmosféricos y tenia miedo que árboles caídos, naturaleza agigantada por las aguas hubieran borrado marcas que sabían existían por el camino.
Haría el recorrido sola, hasta la mitad, por allí, encontraría a Pegi que habría salido un poco más tarde y la cogería en ese punto porque esa parte era la más fácil. Sobre su piel, aún sentía Susie los dedos exploradores que la habían ido recorriendo todo su cuerpo. Parecía como si se hubieran quedado impregnado sobre ella, a través de unos sucos que creían tenía labrado sobre piernas, sexo, pelvis y su boca.
Esa sensación la podía soportar, lo que la hacía dudar en los primeros pasos eran los estallidos que le llegaban a su cerebro cada cierto tiempo. Creía que estaban en mitad de un océano, exclusivo, sólo para ella en que las olas de placer rompían, cada pocos segundos, la arena de la playa en la que reposaban los recuerdos de otros hitos cotidianos.
Cinco minutos antes de salir de la cama, ya seminconsciente, primero, al desperezarse se quedó mirando su cabeza, luego aparto la ligera sábana que tapaba su pene y bajo su mirada a las piernas y pies.
Disfrutaba de cada lugar de aquel paisaje de un cuerpo que estaba embellecido por todas las ideas que salían de una mente pugnando por buscarlas un uso que nunca había pensado que existiera. Todas relaciones anteriores parecían ser absorbidas y no haber existido porque todo lo anterior estaba encerrado en el círculo de lo demasiado mecánico.
Peio la saludó, al pasar cerca de ella. Se había asustado porque se había dirigido hacia ella durante 100 metros, una eternidad en un pueblo solitario, un centímetro en el universo de placer en el que se hallaba ella.
Respondió tras el espasmo de haber recibido un bidón helado de toma de la realidad. Le devolvió el saludo y escuchó algunos de los avisos que siempre le hacía aquel hombre que se trastabillaba cuando hablaba con ella.
La habló de una casa que se encontraba a la vera de la senda que recorrería. Peio había soñado que allí había vivido Blancanieves y ella sintió que un furor la poseía. Había instantes de una vida que tenía que agarrar porque los recuerdos abrigaban pero lo poseído convierte el cuerpo en un viaje sideral al que no se debe buscar terminar.
Emprendió el primer paso porque temía ser engullida por las arenas movedizas de los sentidos
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