Días como hoy no miras mucho al cielo; te prometía lluvia y lo único que te ha dado es un calentón por el bajón de la no lluvia y eso si, te ha permitido viajar a las 17h, por una Castilla sin que te martillera el Sol.
Prefieres, entonces, mirar las luces del pueblo cuando apareces entre los pinos. Es pequeño pero las historias de cada uno de sus habitantes prepararon sendas que le convierte en un universo. Por el oscuro y pisado sendero que recorro para llegar, subían cartas de quienes enseguida tuvieron que marcharse y bajaban las caballerizas extenuadas porque eran la llave para que la naturaleza fuera generosa.
Enciendo las luces para que los sonidos picados y articulados se vayan colocando ante una mirada que ignoró nuestra historia de amor
Lucía se fue uno de esos días en los que yo no tenía jornada partida, solo la espalda era lo que amenazaba desconyuntarse.
Habíamos hecho planes desde hacía tres meses, tras años en los que primero nuestras miradas, a parte de cruzarse, se habían empezado a incendiar. Todo fue rápido y llevar a beber agua a la caballeriza tenía el rito de parar en una esquina, que resguardaba nuestros besos y manoseos de los cotilleos que no paraban sobre nada, incluso sobre eso, se decía algo. Sólo lo hubiera podido ver el maestro pero se lo habían llevado, mi madre dijo que por enseñarnos a pensar. Se lo llevaron esposado y a nosotros nos pusieron grilletes para que la tierra la descifraramos, pero tenía tantos lenguajes que aunque unos días nos sintiéramos sabios, por la tarde, nos sentaba otra vez a repasar sus tablas.
Ese día, con el paso de los millones de segundos contenidos en un sollozo, descubrí que su familia tenía los planes sobre Lucía desde el principio de los tiempos, quise intuir. Vagué y le pregunté al coronel Aureliano, pero no le escuché sus explicaciones, tan en círculo de infierno me hallaba. Dicen que la explicación fue tan extensa que escribió cien años de soledad, yo estaba en los cien abismos más profundos de la tierra.
Mi padre, aquellos días, me daba una hogaza de pan y un silencio para que yo edificará el caos de aquel instante. Mi madre cantaba como para otra vida. Aquello no lo podía entender. Un día pareció que desde el aparatoso mutismo de él, se escapaba un olé y el foco de una tenue luz mostró los rubores de mi madre.
Aquella historia no sería la mía, deje la comida, cogí un zurrón con un queso y una hogaza de pan y emprendí mi viaje desde la orilla de un océano de desesperación, cruce montañas y siempre escuché el viento. Primero cuando me establecí en un molino, luego cuando las ráfagas atravesaban los desfiladeros propicios para los contrabandos.
Tenía la certeza que estaba en el lugar más alejado de ella, por donde jamás pasaría un ser humano que eclipsará la belleza que le había dado el segundo a aquel paraje.
Alguien habia dejado un saxofón como prenda por el pago de un pedido que necesitaba para alimentar a niños decrépitos. Fue terrible que una bala de orden lo destruyera, a este y a él, Federico. No sabía cómo tocarlo, solo que en aquel invierno sus ráfagas de frío golpeaba sobre mi ánimo y traspasaba la boquilla, a la que aquel día había conseguido poner una tablilla sin que supiera su significado, todo el significado que en adelante tomaría
Entonces, sonaron notas en el saxo, escuché el ritmo de mi madre y se me agolpó toda la letra que ella repetía , una y otra vez,
Sueñan los silencios del valle
Que ella se perdió en las aguas
De un río que ataba con sus gotas
A Lucia que de amores moría
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