viernes, julio 28, 2023

Derribado

 Andaba cerca de aquella paridera con trazas de haber sido un apacible lugar para las ovejas. Me lo desmintió Juan, quien confirmo algo que habían negado otras fuentes; fue una época de mucho lobo y desde luego había noches que me iba a dormir más nervioso que ellas, porque las veía en un estado de excitación en la que pugnaban por estar ellas en medio de diferentes corros que se forman en esquinas o paredes. Cuando la manada de lobos se iba con su runrún a otra parte, se oía hasta las noches tintinean y la luna llena pugnaba por ser tu almohada.

 En verano, la luz definía la hora de dormir y los primeros rayos desperezaban todos los músculos para empezar las diferentes tareas: quitar leche de las ubres pletóricas, sacarlas al pasto que corresponda ese día; cuidar de los más pequeños que apenas pueden acompañar a sus madres.

 Aquella mañana, unos turistas caminaban en paralelo con el ganado; iban lentos, en sus pasos se advertía los ritmos que parecían se iban imponiendo unos a los otros. El pastor sabía que aún le costaría una hora llegar al lugar donde ese día pacerían borregos, chotos y ovejas de diferentes razas que había ido juntado como en un experimento social. Nadie parecía tener ninguna prisa por nada; lo percibió primero el carnero mayor, luego la madre y ya, por fin, el pastor, dos chotos negros caminaban excitados hacía otro lugar que tenía, a simple vista, unas condiciones ideales para tanto alimentarse, como beber, como sentarse a una buena sombra. Tras unos primeros titubeos, enseguida todos los demás empezaron, primero de una forma sutil, luego, con una mayor insistencia; para terminar, lanzándoles implicaciones y amenazas con el fin de que no fuera hacía aquel lugar tan ajeno, durante toda su vida. 

  Sin tener muros, podían sentir como si una pared infinita se levantara; era tal el poder de su miedo hacía a aquel lugar, que ni siquiera miraban el lago, el gran arbolado que daba cubierta a un pasto abundante y granado. No sólo aquellos seres más próximos hacían todo lo posible para que aquellos dos incipientes borregos no acudieran a aquel paraíso, merodeaba algun aprendiz de lobo, alguna rastrera serpiente y varios zorras, unidas para el fin común de clavar alguna dentellada sobre las tiernas carnes de los animales. 

   A duras penas pudieron entrar porque toda aquella fauna estaba confabulada para dar tranquilidad a los banqueros, las eléctricas, las grandes constructoras que siempre les dejaban a unos comederos para saciar su apetito; incluso les dejaban manjares, como para lograr que su fidelidad fuera más profunda. A las serpientes las ponían inmensos palos como hacerlas ver que su fin, por muy rastrero que fuera en casi todos momentos de su vida, podía estar en el cielo; todo el rebaño que las empujaba a caminar hacía el destino que el pastor las había marcado, tenían las marcas de alguna dentellada, palo o azote que habían recibido como señal imborrable para que no repitieran ilusiones que la herida las recordaba que eran vanas.

    Incluso, cuando entre todas las dificultades, los dos borreguillos consiguieron compartir una nueva visión de todas las grandezas que se albergaban en aquel paradisiaco prado, vieron algunos huesos que podían haber sido un choto o de alguien, visionario, que había sido derribado por el guardian final, atiborrado de proteínas, en la misma proporción que carente de neurona. Este había sido enviado por el guardian pletoriano, soñador de sus propias grandezas. En la atalaya, construida con dinero público, una reunión de magnates se regocijaba de su exhibición de poder y dependencia de los intermediarios que iban enviando de forma sucesiva, como para no dar un respiro a cualquier intento de "la jodia libertad", que publicitaban tanto y sólo ellos, la emputecían.

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