Hubo unos primeros tiempos
en la vuelta al pueblo donde me había casado que andaba un poco perdido. Me
había divorciado de una manera un poco traumática, no echaré la culpa a la otra
parte cuando mis salidas de tono son públicas y, por momentos, salvajes.
Andaba evitando algunos
encuentros pero aquel hombre, silencioso, enamorado de su viña a la que cuidaba
con 90 años, leía un libro en el cual yo me había encerrado para descubrirme
entre aquellos viajes a la selva amazónica.
Pasaron pocos años, en
los cuales iba viendo como diferentes lianas no servían para ir pasando de un
árbol a otro, sino que servían para atar las voluntades de quienes eran
honestos en su día a día. En poco tiempo se nos fue también él, yo había dejado
de viajar por las selvas urbanas y la naturaleza había atemperado mi naturaleza
explosiva.
Cuando tuve conciencia
que ya no le volvería a ver, pedí permiso para viajar, todavía más lejos, hasta
su viña. Lo hice de una manera deslavazada porque no conocía a lo que me
enfrentaba y no sabía donde los puertos a los que debes llegar para que en las
madrugadas veas salir el sol. Aquel primer año de su ausencia, pareció que cada
una de las cepas, había llorado tanto que no se permitió tener ni tan siquiera
un racimo de uvas. Era todo tan extraño que la única opción era, descansar, ver
el verano caer a plomo sobre cada uno de sus días, escuchar a Bob porque el
señor Tambourine podría tener una magia especial para entablar un nuevo dialogo
con aquel encantador paraje. Cuando llegó el otoño, se podo, se aró el terreno
y se espero a que la primera, acumulara agua para darla un segundo repaso, con
la mula que tanto me ha demostrado mis carencias. Sucedió así, y de pronto,
empezó de nuevo a vestirse de verde; ser iba poniendo tan de gala como la
ilusión que me hizo rejuvenecer cuando me aproxima a ella, la miré con un
cuidado exquisito, toqué algunos de sus brazos e intuí que este segundo año,
tendría sus frutos.
La dejé madurar y tuve
miedo porque en nuestra relación empezaron a aparecer demasiadas cosas
superfluas; tantos tallos saliendo a lugares que les dejaban desprotegidos,
tantas hojas buscando aparentar lo que no eran.
Temí, por un largo
periodo, que volviera a tener una relación metido en una burbuja mía y un ser
sólo exterior, por parte de ella; como si tuviéramos miedo de pasadas
experiencias.
Una mañana de un
incipiente Julio, empecé el "despunte" para que tanto ella como yo,
fuéramos quitando todo lo superfluo que tanto nos había alejado antes, incluso
en encuentros que pretendíamos intensos.
Todo esto duró varios
días; habíamos aprendido que el infinito estaba en el instante que vivíamos. Nos
contemplábamos, llenándonos de paciencia y cometiendo errores como quitar algún
racimo que también hubiera querido su cuidado hasta el final. Evitamos los
reproches, porque todo nos estaba bañando de nuestros sudores, que en tiempos
anteriores, habían evitado los artilugios que no nos eran propios.
Recuerdo que aquella primera mañana de despunte; agotado, atrapado en
mis otros mundos que evitaban contemplarla con la pasión de verla de otra
manera, más pura, más sin ropa, cuando me iba levanté la vista y supe que
estaba preparado para ser suyo y siempre pedirla poseerla.
Ella estaba espléndida y mi mente eufórica. Aquel primer año, de extremas soledades paralelas, había pasado a albergar nuestros mutuos cuidados; miré a la montaña, dos corzos se volvían después de haber imitado al perro, como en una pequeña burla; les sonreí porque sabía que jugarían a desgranar las uvas antes que yo. Lucharía contra su gula, aunque existen batallas pérdidas, pero guerras de recuperación de viñas, ganadas
No hay comentarios:
Publicar un comentario