La cámara apenas se mueve, la nueva pregunta del director, le escancia gotas
de besos robados, con el que ese sufrimiento que abrió una herida por la que
cada día muere, puedan penetrar como alcohol que sienta quemarse en su oxígeno
que, sin embargo, le restañara de su negro manantial.
La lente, clavado en nuestro peluquero que en ese momento siente, le es el
puñal definitivo, impasible que le terminará de deshilachar de la frágil unión
con una forma de vida que está sobrepasada en la habitación de su cerebro.
El silencio de la cámara, curandera hermana del dolor, la poco a poco
quietud de una tijera atrapada en no querer renacerse.
Al fin el hombre, implorando misericordia porque salir del pozo de sus
infiernos, le hace atravesar los círculos que le comen a dentelladas cada una
de las porciones de carne en las que le fue deshumanizando su trabajo, cuando a
aquellas miradas que eran corazones de vivencias, no les pudo dar más que
segundos pasajeros, infinitos de muerte.
Así lo debió hacer el hombre amigo, encarcelado en los barrotes de sus cizallas
para dar aunque sólo fuera un minuto, de abrazos y besos a su mujer y hermana,
entre las hojas de aceros, maracas de muerte.
El objetivo nos lo transforma en hombre. Miradas de un padre, de una madre,
abuela, niño que nos buscan, antes en nuestras seguridades soberbias, con
nuestras mecánicas acciones, sin cintas de colores; hoy, desde nuestros
encierros, del que debemos quitar los grilletes del odio, para sentirnos partes
débiles de una construcción colectiva con la que escaparnos de los jerarcas de
la sumisión
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