Te planteas empezar sentado en el medio del escenario. Tu
yo, exhibido en el punto medio, quieto, mirada fija, manos sobre los muslos. Atrapado
en un tiempo en el que parece se agrando la eternidad.
Por detrás, muy alejado, casi imperceptible un punto
lumínico parece irse tras haber sido tu foco de aliento de lo fuiste. ¿Fue algo
más?,
No, no respondes sólo
silencio, encerrado en una campana universal, insonorizada al estallido de
cometas.
Su cara transmite satisfacción; su posición, vivir en ese
equilibrio.
¿Está toda la escena
dominada por esa imagen?
Dos focos laterales, un poco detrás de nuestro protagonista,
lanzan sus luces en diagonal, hacia delante, como queriendo recordarle que su
espacio está cerrado, a posibles nuevos pasos.
Ahora sentado; mientras los rayos, por poco, no se salen del
escenario, se respira un aviso a la audiencia para evitar que en el espectador
nazca cualquier empatía.
Suben y bajan estos haces de luz, como para recordarle su
poder y a él, su imposibilidad.
¿Ha pasado mucho tiempo? No sabemos, pareciera que el tiempo
se hubiera tomado un respiro de su tic tac infatigable; alguien que hubiera
mantenido la atención en la pequeña luminaria tendría la percepción que algún
objeto con su acción rítmica se cruzaba, como en un lenguaje, sin palabras.
Ahora, nada lo interrumpe, ni al hombre, ni al haz, y sin
embargo ese ritmo, surge del suelo, por todos los sitios, como si lo hubieran
sembrado en cuerpos que arrodillados, con un martillo lo producen hambrientos
de ser sentidos; en la profundidad de la escena, como en barcos que surcan
mecidos, en el frontal de olas muros se engendra ese ruido araña que nos incomoda,
que nos agita cuando intentamos desprendernos de sus desagradables hilos.
Nuestro hombre, imperturbable, ajeno se ha difuminado en
nuestros otros sentidos atrapados y sin embargo, siempre lo hemos percibido
ahí. Faro de nuestro equilibrio para la seguridad.
¿Dónde empezó su acción? Sus pies, ¡quizás! ellos modelaron
otro ritmo; nos era imposible saberlo porque las palabras eran sonidos
metálicos; los cuerpos arrodillados, antes, se alzaban como para acaparar el
aire, la mirada, el oxígeno, el paisaje, es un diluvio desbocado que ha
horadado la tierra para que sus pequeñas cárcavas sean grietas insaciables para
los que sueñan renacerse.
Este, con la potencia de la palabra ritmada en la voz de Eva
Cassidy, cuando avanza aún lento, siempre seguro, busca la cara que porta el infame martillo sin
rostro. Los cree reconocer, parar, respirar, tañer su entrada para lo siguiente
que le continúe naciendo.
Mas nada es fácil, cuando creerían que la locura radiada
sería la cerca electrificada que le repelería otra vez a su silla; y los
contundentes aceros serían las dagas para desangrar la esperanza y sus pulmones
serían asfixiados por esas bacanales de luces y sonidos hipnóticos. Porque todas
ellas le han vuelto a vencer, a verter sobre el suelo, cae pesado, inerte, como
derramado el último halito de esperanza;
y le cubierto por encima; el terror, las luces se han convertido en un sudario rojo,
esparcidas en granos de sal que le harán estéril.
Entonces, sólo entonces, rugen las palabras. Germinan del
suelo, no sólo de nuestro protagonista, parecieran cientos. ¿Cuántos, sin
percatarnos, estaban en el suelo, doloridos por la opresión de los materiales
arrojados por lo absoluto?
Ligeros tonos para significados que se evaporan desde el
tapiz verde. Cientos de significados que activan los movimientos; seres que los
proclamen o los escriben sobre las hojas; mercurios las unen, cogiéndolas de
manos que rompen las tapas de la opresión. Ahora son alguaciles con
trompetillas para desvanecer las indiferencias.
El protagonista se despereza y escucha a sus compañeros. Cómo un canto
repiten: Me despoje de mis trajes a medida que me embellecían y endiosaban para
que ahora me abrigue con el vestido de la honestidad. Tómala, añadidas y
mezcladas con las vivencias que me encuentro en los viajes, habitando entre los
tés de las casas.
Sé tú, abraza, para que en medio de granadas, con mentiras
como metralla, de bazucas con estiletes de medias verdades, les escuches porque
desde el suelo, con ellos, antes pesados, golpeados, deslumbrados, te uniste
para de pie, adelantar luces que te cerraban; unidos, amortiguar martillos.
Ya ellos, los antes, acaparadores, ahora empequeñecidos, serán
como nuestra luz primera, que siempre estarán, pero que en este caso buscaremos
no volver a alimentar.
Se han quedado a los lados desde donde escupen, a veces a sí
mismo. Otras, entre ellos. La danza sigue, todas las luces continúan y en el
reposo. Conocerse en el otro, respetarse, sella la entrada al cieno arenoso que
estaba siempre preparado para atrapar
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