jueves, marzo 26, 2020

La voz para un escenario


Te planteas empezar sentado en el medio del escenario. Tu yo, exhibido en el punto medio, quieto, mirada fija, manos sobre los muslos. Atrapado en un tiempo en el que parece se agrando la eternidad.
Por detrás, muy alejado, casi imperceptible un punto lumínico parece irse tras haber sido tu foco de aliento de lo fuiste. ¿Fue algo más?,
No, no respondes  sólo silencio, encerrado en una campana universal, insonorizada al estallido de cometas.
Su cara transmite satisfacción; su posición, vivir en ese equilibrio.
 ¿Está toda la escena dominada por esa imagen?
Dos focos laterales, un poco detrás de nuestro protagonista, lanzan sus luces en diagonal, hacia  delante, como queriendo recordarle que su espacio está cerrado, a posibles nuevos pasos.
Ahora sentado; mientras los rayos, por poco, no se salen del escenario, se respira un aviso a la audiencia para evitar que en el espectador nazca cualquier empatía.
Suben y bajan estos haces de luz, como para recordarle su poder y a él, su imposibilidad.
¿Ha pasado mucho tiempo? No sabemos, pareciera que el tiempo se hubiera tomado un respiro de su tic tac infatigable; alguien que hubiera mantenido la atención en la pequeña luminaria tendría la percepción que algún objeto con su acción rítmica se cruzaba, como en un lenguaje, sin palabras.
Ahora, nada lo interrumpe, ni al hombre, ni al haz, y sin embargo ese ritmo, surge del suelo, por todos los sitios, como si lo hubieran sembrado en cuerpos que arrodillados, con un martillo lo producen hambrientos de ser sentidos; en la profundidad de la escena, como en barcos que surcan mecidos, en el frontal de olas muros se engendra ese ruido araña que nos incomoda, que nos agita cuando intentamos desprendernos de sus desagradables hilos.
Nuestro hombre, imperturbable, ajeno se ha difuminado en nuestros otros sentidos atrapados y sin embargo, siempre lo hemos percibido ahí. Faro de nuestro equilibrio para la seguridad.
¿Dónde empezó su acción? Sus pies, ¡quizás! ellos modelaron otro ritmo; nos era imposible saberlo porque las palabras eran sonidos metálicos; los cuerpos arrodillados, antes, se alzaban como para acaparar el aire, la mirada, el oxígeno, el paisaje, es un diluvio desbocado que ha horadado la tierra para que sus pequeñas cárcavas sean grietas insaciables para los que sueñan  renacerse.
Este, con la potencia de la palabra ritmada en la voz de Eva Cassidy, cuando avanza aún lento, siempre seguro,  busca la cara que porta el infame martillo sin rostro. Los cree reconocer, parar, respirar, tañer su entrada para lo siguiente que le continúe naciendo.

Mas nada es fácil, cuando creerían que la locura radiada sería la cerca electrificada que le repelería otra vez a su silla; y los contundentes aceros serían las dagas para desangrar la esperanza y sus pulmones serían asfixiados por esas bacanales de luces y sonidos hipnóticos. Porque todas ellas le han vuelto a vencer, a verter sobre el suelo, cae pesado, inerte, como derramado el último halito  de esperanza; y le cubierto por encima; el terror, las luces se han convertido en un sudario rojo, esparcidas en granos de sal que le harán estéril.
Entonces, sólo entonces, rugen las palabras. Germinan del suelo, no sólo de nuestro protagonista, parecieran cientos. ¿Cuántos, sin percatarnos, estaban en el suelo, doloridos por la opresión de los materiales arrojados por lo absoluto?
Ligeros tonos para significados que se evaporan desde el tapiz verde. Cientos de significados que activan los movimientos; seres que los proclamen o los escriben sobre las hojas; mercurios las unen, cogiéndolas de manos que rompen las tapas de la opresión. Ahora son alguaciles con trompetillas para desvanecer las indiferencias.
El protagonista se despereza y  escucha a sus compañeros. Cómo un canto repiten: Me despoje de mis trajes a medida que me embellecían y endiosaban para que ahora me abrigue con el vestido de la honestidad. Tómala, añadidas y mezcladas con las vivencias que me encuentro en los viajes, habitando entre los tés de las casas.
Sé tú, abraza, para que en medio de granadas, con mentiras como metralla, de bazucas con estiletes de medias verdades, les escuches porque desde el suelo, con ellos, antes pesados, golpeados, deslumbrados, te uniste para de pie, adelantar luces que te cerraban; unidos, amortiguar martillos.
Ya ellos, los antes, acaparadores, ahora empequeñecidos, serán como nuestra luz primera, que siempre estarán, pero que en este caso buscaremos no volver a alimentar.
Se han quedado a los lados desde donde escupen, a veces a sí mismo. Otras, entre ellos. La danza sigue, todas las luces continúan y en el reposo. Conocerse en el otro, respetarse, sella la entrada al cieno arenoso que estaba siempre preparado para atrapar

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