domingo, marzo 29, 2020

La plaza


En mi pueblo, la plaza tiene los bancos vacíos de comentarios, las sillas del bar bañadas de luz, sin nadie que las proteja del sol y una pelota de tenis se ha quedado en medio de la plaza, esperando o una patada o una mano pequeña que la recoja para practicar sus primeros lanzamientos o incluso para ver si confluye el vuelo de la pelota con el ataque de la raqueta. Si la recogierá un ávido tenista en ciernes, pudiera causar el taladro en el cerebro de alguien que escribe.
Hay un silencio ensordecedor, clamando para que vuelvan los reyes y las sotas a cantar las cuarenta, aunque en algún caso, esa nueva pareja no sea la de la pinta. Ya sabemos que a despiste morrocotudo, corresponde un regate de época, para, por lo menos, una semana de comentarios de ese quiebro que la victima no vio venir y que será narrado por los mejores comentaristas deportivos de la zona.
Cada una de las casas se despereza por la mañana bostezando, siempre a sus mismas horas, ella no tiene problemas de cambio de hora. Sabe que la luz de la primavera traerá de nuevo a sus habitantes. Les recibirá con un frio rugiente, como una regañina de quien se ha escapado de la inmensa plaza, mural de incipientes grafitis. Oirá la queja, por un abandono al que no estaban acostumbrados hace años, cuando los muros eran calentados con matojos, maderas, canciones, vinos y una chimenea que ululaba de alegría por toda esa mezcla que recibía de bienes.
La plaza, como si fuera un patio, la han cercado estos días, las ausencia, las enfermedades, las casas sin gente y un vacío que eleva aún más la valla de este tiempo. Dentro de él, se tienen tus propios pasos, sin pies con los que hablar o de su cansancio o sus tensiones, o sus dudas, o sus seguridades
La fuente sin uso, engorda, día a día, porque los tiestos, cuando claman su sed, sólo encuentran algún cielo gris que decide besarles con pasión y profundidad; pero no hay un niño que decide hace una argamasa que sea cocida por el fuego del padre que, ya, la décima vez, ha tenido que limpiarla mano para no producir adobe que mezcle con la comida o el chupete para construir atascos de explosiones repentinas. Tampoco la ejercitan las personas que aman tener a su pueblo pulcro y reluciente. Deslumbra su caño que sólo te responde si tú estás con él, porque toda la mañana cincela su luz, sobre este maniquí al que nada mueve ni estremece.
Asoman las hojas, como explorando curiosas quienes están ya por venir; en un extremo, aún lado,  algún árbol, fisgea sobre la tapia, inquieto como averiguando si la persona que siempre viene, será desde la calle arriba, o desde la calle abajo. Le parece raro que se retrase, pero mientras, como para acariciarle, como para darle la savia que le despierta, se ofrece con un manto blanco que le diga, eh; ya estamos por aquí, me creías adormecido cuando hace semanas me cuidaste, limpiaste y preparaste. No, estaba ahí, agradeciendo todos los cuidados que siempre me diste por eso te baño con esas blancas hojas, de pétalos para acaricias.
A este patio pasajero, le faltan bicis que tiren la cerca con sus mil contoneos, coches que apisonen sus cimientos, con sus paradas inquisitivas, para ver si hay algún ensimismado de pintura rápida y salida caótica, que busque su parachoques  y por fin, le faltan pasos, carreras, miradas, mulas, azadas que construyan sobre él, ahora sí, avenidas para corazones que exploran entre los encuentros.
La plaza necesita el resplandor de los gritos que brotan inciertos y las miradas de los abuelos que les protejan de las pesadillas que siempre aletean como para pellizcar en cualquier descuido. 

No lo sabe, pero este año, tendrá una nueva inquilina y con brazos de sus besos, que lanzará a la vida con sus bostezos, llamadas, gritos, tañerá como el equilibrio de las palabras con las que hoy los pájaros nos despiertan, como solistas únicos, en una verbena para la vida

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