En mi pueblo, la plaza tiene los bancos vacíos de
comentarios, las sillas del bar bañadas de luz, sin nadie que las proteja del
sol y una pelota de tenis se ha quedado en medio de la plaza, esperando o una
patada o una mano pequeña que la recoja para practicar sus primeros
lanzamientos o incluso para ver si confluye el vuelo de la pelota con el ataque
de la raqueta. Si la recogierá un ávido tenista en ciernes, pudiera causar
el taladro en el cerebro de alguien que escribe.
Hay un silencio ensordecedor, clamando para que vuelvan los
reyes y las sotas a cantar las cuarenta, aunque en algún caso, esa nueva pareja
no sea la de la pinta. Ya sabemos que a despiste morrocotudo, corresponde un
regate de época, para, por lo menos, una semana de comentarios de ese quiebro
que la victima no vio venir y que será narrado por los mejores comentaristas deportivos
de la zona.
Cada una de las casas se despereza por la mañana bostezando,
siempre a sus mismas horas, ella no tiene problemas de cambio de hora. Sabe que
la luz de la primavera traerá de nuevo a sus habitantes. Les recibirá con un
frio rugiente, como una regañina de quien se ha escapado de la inmensa plaza,
mural de incipientes grafitis. Oirá la queja, por un abandono al que no estaban
acostumbrados hace años, cuando los muros eran calentados con matojos, maderas,
canciones, vinos y una chimenea que ululaba de alegría por toda esa mezcla que
recibía de bienes.
La plaza, como si fuera un patio, la han cercado estos días,
las ausencia, las enfermedades, las casas sin gente y un vacío que eleva aún más la valla de
este tiempo. Dentro de él, se tienen tus propios pasos, sin pies con los que hablar
o de su cansancio o sus tensiones, o sus dudas, o sus seguridades
La fuente sin uso, engorda, día a día, porque los tiestos,
cuando claman su sed, sólo encuentran algún cielo gris que decide besarles con
pasión y profundidad; pero no hay un niño que decide hace una argamasa que sea
cocida por el fuego del padre que, ya, la décima vez, ha tenido que limpiarla
mano para no producir adobe que mezcle con la comida o el chupete para
construir atascos de explosiones repentinas. Tampoco la ejercitan las personas
que aman tener a su pueblo pulcro y reluciente. Deslumbra su caño que sólo te
responde si tú estás con él, porque toda la mañana cincela su luz, sobre este
maniquí al que nada mueve ni estremece.
Asoman las hojas, como explorando curiosas quienes están ya
por venir; en un extremo, aún lado, algún árbol, fisgea sobre la tapia, inquieto como averiguando si la
persona que siempre viene, será desde la calle arriba, o desde la calle abajo. Le
parece raro que se retrase, pero mientras, como para acariciarle, como para
darle la savia que le despierta, se ofrece con un manto blanco que le diga, eh;
ya estamos por aquí, me creías adormecido cuando hace semanas me cuidaste,
limpiaste y preparaste. No, estaba ahí, agradeciendo todos los cuidados
que siempre me diste por eso te baño con esas blancas hojas, de pétalos para
acaricias.
A este patio pasajero, le faltan bicis que tiren la cerca
con sus mil contoneos, coches que apisonen sus cimientos, con sus paradas
inquisitivas, para ver si hay algún ensimismado de pintura rápida y salida
caótica, que busque su parachoques y por
fin, le faltan pasos, carreras, miradas, mulas, azadas que construyan sobre él,
ahora sí, avenidas para corazones que exploran entre los encuentros.
La plaza necesita el resplandor de los gritos que brotan
inciertos y las miradas de los abuelos que les protejan de las pesadillas que
siempre aletean como para pellizcar en cualquier descuido.
No lo sabe, pero este año, tendrá una nueva inquilina y con brazos de sus
besos, que lanzará a la vida con sus bostezos, llamadas, gritos, tañerá como el
equilibrio de las palabras con las que hoy los pájaros nos despiertan, como
solistas únicos, en una verbena para la vida
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