sábado, marzo 21, 2020

Pino

Ahora, si me vuelvo, veo los pinos, todos los que nacieron, dicen, cuando ya los animales dejaron de dar su habitual paseo alimenticio por aquella nuestra piedra del Milano. Lejos, no mucho, antes los hombres del pueblo iban a resinar otros pinares; yo he llegado tarde para oír las mil y una anécdotas de aquellos hombres, duros, nobles pero cuando alguna se escapa, me digo que vida más plena tuvieron, sacrificada, pero de auténtica entrega a los suyos, que eran sus familiares que se quedaban en el pueblo con otras faenas; pero también las personas con las que convivían, con las que intentarían o contar anécdotas de su pueblo o cantar, o tocar el violín, o, iba a decir beber en la bota, pero yo creo que eso lo harían en cualquier caso.
Por eso mismo, que desde hace años es también parte de mi fin de semana cotidiano, que me encuentre escuchando a Javier del Pino, en nuestro "A vivir" que ayer lo comentábamos un grupo, no nos puede fallar, no puede cambiar él y su equipo, incluso en circunstancias como las actuales que parece que gran parte del periodismo se refugia en sus amos, los dueños de sus patrocinios.
Le he pedido, de todas maneras, silencio, luego le podré escuchar, milagros de estos tiempos, se puede rebobinar y se nos puede encerrar por algo que no vemos.
Se lo he pedido porque quiero subir, es el inicio del Alto Tajo, desde arriba se ven los árboles que acompañan al río en su descenso, ya más pausado. Quiero trepar para sentir que los vientos lluviosos me refresquen la mente por si la tengo atorada. No será fácil, las piedras se desprenden y con ello, su ronquido único que dice de tí, ser un ser pedigüeño. Yo que no estoy por ser ya ágil, me apartado, y quedo rozado, cuando me vuelvo la veo estrellada, como sólo una piedra lo puede hacer, con un chillido seco y luego nada. ¿Qué le ha parado? Ella no me contesta, no sé si taciturna porque no tiene respuesta, o porque comprendiéndola se siente avergonzado.
 Cuando bajaba, arrollaba todo, era la más poderosa del mundo, se topaba con árboles a los que dejaba dañado; animales, mal heridos; personas, enojadas; recibía su fuerza de una pendiente que le impulsaba a la soberbia, pero topo con las estribaciones de nuestra gran piedra.
No está en mi cometido asegurar que ella comprendiera que existen cosas más grandes, lo público, lo común, que cuando no es dado a expoliadores, cumple la función de mantener unidas, incluso sus famosas patrias que, cuando ella y otras rocas bajaban iban invocando, como si ellas fueran las únicas soberbias poseedoras de aquella palabra.
En su loco descenso, nuestra piedra se había ido alimentando de tantas y tantas aceleraciones que le habían dado su contundencia y envaramiento, pero ahora quieta, con sus poros recibiendo esa maravillosa agua de una primavera naciente, con sabores del vientos del norte, comprendería o no, que en aquella minúscula planicie que le había retenido, estaba habitada por compactos matojos, ramas, incluso los sonidos de aquella radio que le presentaba voces que le decían que esas pequeñas cosas, todas juntas no pedían, daban consistencia al suelo por el que pasaba y que, incluso su parada explosiva, le tenía que hacer pensar por el valor de los demás. De todas maneras, como el viento, esas voces le avisaba que las explicaciones no se retendrían, si quería aprender debía deshacerse de las suciedades de sus prepotencias egoístas.
Como siempre que voy a hablar de la radio, me despisto con cualquier senda que se me cruza. En una ando un poco, sin entrar más la veo limpia, la puedo narrar para mis oyentes, pulcra, magnífica, envidiable y que nos muestra en su final unos alimentos lascivos para mentes glotonas, y cuando me lanzo, ¿Quién no lo haría hacía esa tentación? Me veo metido en un suelo que me absorbe, que me retiene, en la que cada segundo que consigo avanzar es una eternidad porque sus texturas se hilan sobre mis pies, piernas, rodillas y si caigo, todo mi cuerpo. A veces, alguien parece ofrecernos sus excelencias, le admiramos pero no nos damos cuenta que desde hace tiempo le llevamos a nuestras espaldas, doloridas.
Por eso esas ondas me despejan cuando con tantas rutas, tantas piedras, tantos animales, tengo que tener elementos para no ser pasto del abandono que me entrelacen con la nimiedad

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