lunes, marzo 16, 2020

Salvarse en el otro


En el escenario, gana el silencio. Algunos encuentran que mi yo, solo, deja incógnitas por resolver; estamos aislados en un mundo nuevo y sobre mis movimientos lentos, temerosos, crispados y sin ver una salida clara de este estado en el que nos hemos acostumbrados a convivir, se nota mi arrastre de piernas, aceptando un lento pasar de los días sin más mañana que lo repetido los días anteriores. Nada se encuentra fuera de este horizonte de caracol y sin embargo, en uno de mis giros, ya deprimidos, aparece un cuerpo inerte, en una posición oferente en sus manos, pero con la cabeza hundida, como buscando en un fondo negro, sin una sola fisura que le acercará ni tan siquiera a una realidad engañosa.
Caigo cerca de ese ser, que no reconozco, con sus pelos desordenados, sus vestidos desgarrados, sus tobillos amarrados a arañazos que le sujetaron hasta el extremo de su respiración, ahora apenas perceptible.
¿Qué son estos días, clausurados por las riquezas de mentes para que caigan en el vertedero de la historia los seres que les confiaron una parte de su restante vida?
En el dorso de la mano encuentro los despellejados nudillos que llamaron  a los que les dejaron su tarjeta de individualismo, como llamada a la excelencia de su ser y ante su desesperanza, no les respondieron 
No me importa, me arrastro hasta sus manos, las exploro por dentro, callosas pero en su conjunto habían formado un cáliz en el que entro, me abandono, acercándome hasta sentir que nuestros hálitos de calor, empiezan un fuego que apenas prende y lo único que insinúa a la esperanza, es un pequeño, imperceptible por momentos, humo a algo que puede surgir. En la sala, las luces, ansiosas de controlar el movimiento ahora desaparecido, serpentean nerviosas,  lo íntimo no lo fiscaliza, no lo domina, no lo, llegado el caso, sataniza para ser solo ellas, la verdad.
El tiempo silente, también transcurre, las líneas quebradas se difuminan con nuestro calor, existe encuentro, no sabemos si existirá futuro. Mi rodilla, de mil historias, en golpes por carreras infinitas, de posiciones circenses para atravesar pasos con aguas de champagne o donar giros a un barco que buscaba defender un tiro, ya sin éxito a tapar la meta, busca ahora un hueco que penetre entre el diafragma y el suelo, desierto para las mañanas que nos soñamos. Nada sucede, el otro parece yacer en un cansancio infinito; yo, no me reconozco tras estar en cientos de mismos lugares, recorridos horizontes circulares.
Transcurren unos eternos días, en minutos; hay una magia, soy yo quien percibe un calor en mi naciente compañera; exploro si sólo fue una ilusión o si se ahueco el otro cuerpo ante la presión de mi rodilla. Esta entra, y ansioso busco el límite, que viene de un cuerpo que se posa sobre mi pecho, mi pelvis y mi cara que ahora es bañada por unos pelos que añoraban tanta exuberancia. Sus piernas, pintoras de escorzos, se contraen para obligarme a girar mi cuerpo, como para compartir aquel oscuro agujero a la nada. Sin embargo, me levanta la cadera, me la gira, como a mi dorso, como a mi nuca que emplea como almohada, donde ahorma su boca para hincar un beso cálido y sin tiempo para su fin. Me obliga a caminar, con la mirada navaja, ahora destrozadora del futuro desesperanzado, podría ser un Pegaso o un centurión, portador para el renacimiento de otro. Sin embargo, sobre el alarido de los nudillos atravesados por cuchillas, ella comienza a girarse y rota, hasta convertirme en parte de una pelota comunitaria sobre la que viajamos porque el tiempo, que nos encierra, se diluyó con el juego de dos cuerpos de utilizaban sus brazos, sus talones, sus omoplatos como catapultas que hicieran ligeros los cuerpos que ya dejaron como pasajeras, las pesadillas de sus soledades en las que les habían encerrado los oradores con panegíricos a la individualidad, dañina y en la que no encontraron el sustento de estos viajes interestelares en las que dos cuerpos se hallaban descubriéndose para saberse más parte de una sociedad que les había sido enemiga sin más razón que el infructuoso aislamiento.
En medio de aquellos viajes por una sala, universo de encuentros que les enriquecían por destaparse en oscuridades antes vedadas por los oráculos de lo absoluto, descubrieron, agarrotada en una columna, arrodillada, a otra persona, en su ojos, desvalidos, posados en el frio ladrillo, las lágrimas creaban estalactitas que amenazaban nuestra intervención. Ellos, destrozaron los muros invisibles, para ofrecer sus cuerpos a aquellas manos rendidas.

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Siameses y mercader

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Zaida, Fernando y