Leyendo estos días “the place of dance” entre aromas de
romero que llegan montados en gotas de agua y viento, traduzco su invitación a
conocerme por la respiración y la voz.
Alguna vez, demasiado pocas quizás, lo hemos hablado en
sesiones que se nos han perecederas en nuestra mente que escuchan ruidos como martillos
de programas yunques, a los que nos exponemos, resignados.
Recuerdo el trabajo que hacía con Sten Rudstrom hace años en
Berlín, siempre me pareció pequeño, porque yo no tenía disciplina para haberlo
trabajado antes, ni después del mes que pasaba entre anónimas calles, sin escaparates
universales.
Su base de estudio era: movimiento, ruido, voz. Action
Theater fue una imborrable experiencia en mí.
Hoy, lejos de la
ventana, contemplando una naturaleza poderosa, mi respiración antes pausada, se
acelera, desde mi sala, en la esquina elegida para vivir mi debilidad, mi caída
del caballo de la prepotencia, trato de hablar con los pinos que salieron
cuando las ovejas y cabras dejaron de saciarse con sus retoños, cuando los
matojos sirvieron de campo de juego para las idas y venidas que luego dijeron
que se llamaba fútbol y entonces era patear la piña.
Inhalo un tiempo infinito
para que los rincones de mis pulmones que olvidaron un aire puro, sean velas
donde retener el viento que me lleve a
aquella colina, desde donde podré escuchar los abrazos de los corzos que ni
cortos ni perezosos deciden quedarse inmutables aunque mis pasos estén sólo a
cincuenta de ellos. Los jabalíes decidan terminar su bacanal en las viñas, que
esperan mis trabajos para convertir el final del verano en su particular “fiesta
del vino”. Quizás cuando el viento golpee mi cara y los ciervos pegasos,
imposibles de saciar, pesados, no se eleven en sus pasos ingrávidos, pueda
romper el cristal invisible que me estabulo en una esquina, para atravesar la
sala, girar sobre sus cuatro esquinas, rotar sobre mis ejes, agitarme, faltarme
el aire pero no la necesidad de seguir, de seguir hasta comprender el instante
eterno de la quietud, de mirarme hacia dentro, hasta que me desnude de todo lo
superficial, lo ridículo, la enfermedad que parece inacabable, pero soy yo; respiro,
desde casi el ahogo, y se desplazan al fondo, hasta hundirse pesadas, las
pesadillas en las que nos embarcamos, sin darnos cuenta, en barcos de
itinerarios trazados.
Cuando el aire equilibra nuestras ansiedades, hasta darlas
su justo espacio. Mi mente rompe ese círculo, embarcado hacia el mismo
horizonte sin esperanza. El cuerpo brota, busca líneas sin obstáculos y en una, encuentra
la salida al balcón. Allí se llena, porque en sus ojos, que eran sus manos, yacerán
aquellas plantas, aquellos gritos y aquel viento que las lava con sabores; y si, entonces inspira aún más y grita, grita
hasta exhalar el último aliento de su cuerpo satisfecho por tantas dádivas de
la naturaleza que habían sido labrada por manos exhaustas, cantadas por voces
sinuosas y tocadas por los instrumentos que hacían cuerdas de las ramas y
hojas para conseguir sonidos de homenaje a lo entregado por los actos de
nuestros mayores.
Por un tiempo, la respiración jugará a darle el aire
necesario a la voz que proclame ya dentro de la sala la ligereza de una mente
que contemplando las sendas empedradas del futuro, las recorrerá en la ligereza
en la que se había nacido por el aire encontrado, por las cuerdas vocales
liberadas.
Con ellas, las vuestras y las mías cantaremos para un mañana
con duros encuentros, sin sumisiones, pero si coincidencias, sin voces que nos
alaben para someternos a sus poderes anteriores.
En la sala, ahora, escenario con vientos, los leo para
reposarme, para elevarme, incluso desde el suelo, caído, recluido los absorbo
cuando agotado, alguna vez, me proclame vivo de esta época de oscuridad, para liberarme de mis propias cadenas
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