Tina es insaciable, cuando levanto la copa me la llena, a la vez toma uno de mis dedos en su boca. Cualquiera tendría claro el fin, con ella te puedes esperar cualquier contestación; desde que era contable de las comisiones que recibía su majestad antes que se comprara la maquina de contar dinero, hasta que él, muy atento, se lo agradecería con unas vacaciones conjuntas en Sierra Nevada. A mí, no me engaña lo que quiere es lo que tengo, negro azabache.
El capitalismo como utopía en la que admitir el triunfo de nuestras derrotas para confirmarlas como inevitables y sálvese quien pueda.
Tina era Margaret Thatcher, aquella líder británica, liberal apoyada en la represión, criminal que no curioso que decía que no había alternativa una vez que el telón de hierro se había desecho en migajas y un socialismo burocratizado había dado paso a unos privilegiados corruptos y a un anquilosamiento de su maquinaria de producción.
Dueños de los orgasmos, el capitalismo creo succionarios mecánicos para repartir pequeñas satisfacciones que concedían sus enviados, loteros para que desde sus cadalsos de nuevas oportunidades concedieran participaciones ganadoras con efecto de encadenar fieles defensores de su castillos de arenas a orillas de océanos desequilibrados.
Aquella Tina dió paso a los desacomplejados profetas y sus monaguillos mediáticos. Anunciadores del Armagedon de orgías, donde a la pobreza se la condenaba a la auto satisfacción por su incapacidad por no conseguir los méritos a los que los flyers callejeros anunciaban como próximos.
Tina, despampanante aquelarre de dueños del mundo que necesitan ser idolatrados. Aduladores del reconocimiento una vez sus mansiones les devolvían la imagen de su riqueza pero no el altar de conseguir sacrificios humanos que les asfixiaran en sangre para conseguir pequeñas muertes más complacientes.
Tina y los travestidos de los ensueños, gobernando el mundo a golpe de imágenes de un espejo enloquecido
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