Durante un tiempo, Juan Taramera estuvo entregado al descubrimiento de problemas en el cerebro.
Conio visitaba aquel lugar etéreo cada vez que pedía una cabeza para los fines de semana. Esas eternas horas tenían su culmen cuando les posaban sesos dispersos en el plato de los resultados de sus interacciones.
Aquel ser extraviado los tomaba con cuchillo y una estilográfica; les dejaba procrear en una colmena con casillas con pollo para alimentar terrores.
Inma intentaba sellar aquellas celdas donde se habían mixtado con las heces que envenenaban las cabezas humilladas ante los detritus de las irresistibles sirenas tecnológicas.
Leila besa las hojas del cráneo que aupó sus sueños ante el muro de la experiencia, aún, invidente.
Los sesos inconexos buscan nodos invisibles donde coser una samba en la que abrazarse con Taramera. Este vagó por los desiertos de la escucha por si emergían oasis de jazz, como anunciaban los flyers con los que arrancaron a los Joab de la mansión de sus miserias.
El vigilante Conio, investido de nada y vestido del apriori aporreó el agua donde se intuía necio, miserable y amenazaba con tragarse el movedizo cerebro vaciado, como pilatos huyendo desnudo entre alharacas y un balcón donde interactuaban instrumentos sin jazz
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