Apareció la música para apaciguar los días en los que emprender tu propio camino parece llevarte al muro donde rebotan los esfuerzos.
Sobre el acantilado ella baila y teje un abrazo, tu lengua salada lanza un fandanguillo y pese al estruendo de las olas, la penetra un espasmo desde una dimensión desconocida, se asoma a ese balcón y ve un escuálido humano.
Embutido en una melena, baila sobre la tabla y tiene fija la mirada en la cadena de olas que se le aproximan.
Recuerda a su maestro en este arte y la playa a la que llegaba una y otra vez, con las fuerzas pérdidas y el ánimo postrado sobre arenas en las que rogaba no volver a ser expuestos a las bocanadas de aquel mar incremente.
Lucía, de natural apagada y tristona, cocía unas sardinas cogidas por un Mario, en ellas había deslizado el zumo de un limón, recién cogido. Una, de lo que se suponía sería comida, ser revolvía, no del todo muerta al contacto con esas gotas, alcohol para sus heridas.
Hablaba arrebatada, como aquellas que temen no tener el tiempo suficiente para proclamar donde estaba la entrada a la cueva.
Ricardo se aproximó, amenazante con un cuchillo, dispuesto a rebanar el gaznate de aquel pez parlanchín. El bikini de Dulcinea le agarró un pie, con tan mala suerte que le hizo caer y rebañó, torpe por el gesto, pero ágil por el efecto, una de las patas del ahora patizambo cangrejo. Su andar se ha vuelto divertido y el destino que llevaba, el pene desnudo de Juan, un imposible, pese al decaimiento de aquel miembro por sus renovados fracasos. ¡Quizás los años!
Encendida esta cadena de sucesos, nuestro héroe se despereza; la tabla volcada, parece pedir una retirada a tiempo y no le pedirá guerra por un rato.
Lucía horrorizada, pega un manotazo a la rebelde sardina; Pepi, ¡basta ya de tus charadas!. Ricardo, siempre muy digno, recompone esa efigie caída.
Juan otea el horizonte y mirando hacía el acantilado, sus ojos focalizan la imagen de Raquel, su mente le aproxima a la memoria de la última noche.
Se quita muchos granos que habían anidado en su boca, coge una botella de agua, pega un pequeño trago, se enjuaga la boca y expulsa con un asco tremendo, un pequeño ofíbio que se había colado emboscado en los colores de los suaves granos.
Observa a Leyla que se aproxima, en aquel altar, a Raquel. Había empezado a hacer gestos hacía esta última. Al levantar ella los brazos, se sintió impulsado para correr hacía aquel trono.
Unos instantes después aquellos brazos en alto, acogían a Leyla y se entrelazaban para iniciar un afilado beso que iba desgarrando los ligamentos de los deseos de Juan.
Cayó a cien metros, como si el acantilado se hubiera desplazado bajo sus pies. Raquel había permanecido tejiendo un traje en el que él no podía entrar.