Escribió la primera letra de su nombre y luego prefirió no nombrarla y portar su imagen como vestido para el resto de sus días.
Salió a altamar en una madrugada, cuando aun no se dibujaban los contornos de aquellos montes mágicos que encerraban un puerto tan pequeño como las manos que le habían acariciado aquellas noches pasadas en vela, con los vientos de los besos produciendo tornados en los que se giraban una y otra vez. Existen ensenadas y cuerpos que tienen una belleza interior que abruman la mente que trata de retener cada uno de los indescriptibles rincones en los que haría un vivac sin fin.
Prefirió no mirar atrás, porque ver aquellos brazos alzados, allá en el pantalán, hubiera sido tan irresistible que, incluso, se ancló con el arnés al palo mayor, sabía que asegurarse en otro punto, hubiera hecho zozobrar la nave.
Miró al horizonte que era tragado por la siguiente corrección de rumbo. Dejar aquellos encuentros de incontables soles y lunas le abocaba a la niñez que también le recordaba que tenían llamadas incontables de “a comer”, olvidados momentos ahogados en sus ansías de calle; al avistar la gran ballena, que le exigió una concentración extenuante durante toda una tarde; todo lo anterior, ahora, lo
entreveía, como pasado en un duermevela.
Transcribió después, en su cuaderno de abordo que la situación se puso tensa porque la protectora madre, se puso alerta con el barco que llevaba a nuestro herido hombre y otros cuatro, que en aquella época ya formaba parte de la farándula, del postureo de algunos mequetrefes sobrados de dinero y tiempo y ávidos de aventuras que luego, regadas de alcohol, irían tranzado los sonidos de las voces que atronarían por encima de los violines y las voces alguna cantante que apelaba a lo auténtico, a las sumisiones de pescadores, obligados por sus patronos a salir en condiciones desfavorables. Eran los hijos, los que también interrumpían las tormentas propias que se calmaban entre las mesas de aquel pub, que tañía sus campanas a la salida del barco auténtico, como para exorcizar que las hados y la inconsciencia de aquellos niñatos provocarán males mayores.
A la quinta gran ola, desaparecieron entre vómitos estos, siguió vigilante la madre y contemplaron risueños los marineros como la pequeña ballena hacía ejercicios gimnásticos, ahora elevando la proa; tras unos minutos, la popa.
Descubrió nuestro Prometeo, como al darse cuenta de su capacidad para lanzar agua hacía ellos, convirtió el hecho en una continúa cortina de agua que casi les hizo embarrancar sobre las aguas poco profundas que rodeaban una pequeña isla, en la que nunca se paraba, porque había el temor de ser la que habitaban los Cíclopes. A tiempo, pudo virar la rueda del timón y escapar del manotazo que quiso atrapar a uno de los hombres. Gracias a la madre, complacida de la felicidad de su pequeña, que pudo dar un golpe en los tobillos de aquel ser, de alguna manera amorfo, que determinó la suerte de nuestro hombre.
Exhibió, entonces, otra vez, guiados, sólo, por un viento de sotavento, una voz prodigiosa. Podía llamarse Shane y la amada, abrazada al recuerdo vivo de un beso que había entrado en las entrañas, podía ser Sinnead. Podían haber yacido en un lecho finito pero ahora sus voces se elevaban sin fronteras. En la nave, porque temía que su amigo perdiera la voz al caer despeñaderos de la ausencia, le acompañaba un NIck. Ya lejos, en tierra, Marie acompañaba los quebrantos que produce en no sentir los brazos amados, aunque este ásidos a ellos.
Se calmó el viento, como recogido en su escucha de la canción “Rainy night in Soho”; cuando ellas se callaban, era la mama ballena quien utilizaba el saxofón, al que soplaba, con la delicadeza con la que nos bebíamos una Chimay; la pequeña, ensayaba en el descubrimiento de la posibilidad de utilizar aquel instrumento materno, la comunión en la que se hallaban las voces humanas.
Mientras todo esto sucedía, se dibujaba sobre el cielo, con el pincel de los últimos rayos del día, un color rosáceo en el que se posaban primero, unas inocentes nubes, que dieron paso a unas negras nigromantes que con el paso de unos minutos, engulló a los marineros.
Un día después, cuando desde la campana de pub salió el tañido que anunciaban las pérdidas; se destrozaron los vestidos sobre la tierra que no pudiendo albergar tanto dolor, convirtió en piedras cada uno de los pasos que daban ellas, para recuperar lo vivido.
Las hizo, tanto daño, como grandes se habían erigido para que no pudieran dar rienda suelta a la locura y rabia que nace de ser las aguas, quienes ahora posean el secreto de una pasión. Ellos estarán en las infernales aguas; el tiempo vivido, lo compartirnos en terrenales cielos
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