Había escrito unos cientos de palabras. Describían el amor por la danza, lo vivido como ancla que sujetaba la mente a lugares ponzoñosos y la lectura en una puerta, donde el carpintero había cincelado figuras y pentagramas que le dieron la música para que ella pudiera ir quitando todas las telas de araña que había ido tejiendo hilos para amordazar el lenguaje de su cuerpo.
Desapareció el texto parido con el dolor de estar desencriptando mensajes que no podías entender en aquellos oscuros tiempos.
Lo tomó el espacio sideral o más fácil, cualquier chapgpt que estaba haciendo pruebas con modelos impredecibles y oscuros a los que la máquina debiera quitar lo superfluo y desgarrar el dolor con las palabras cuchillos que estaba a punto de instaurar sobre nuestro vocabulario.
Andarían vagando, días, cientos de segundos de un tiempo infinito; por allí andarían la pareja, fijada su atención en sus ansías mutuas que encontrarían en lo descripto en cada pentagrama de aquella puerta, motivos para entrelazarse en un baile de caricias, besos y silencios donde se llenaba la habitación vacía con los trazos del baile de los descubrimientos mutuos.
Eran varías estrofas y cuatro acompañamientos para cantar los recuerdos de lo que hemos sido, que no comprendíamos y que entre líneas empiezan a tomar forma.
Eran teclas tocadas desde una mente descubriéndose y un corazón que se desvanecía.
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