Subiendo por una caída de agua, iba asegurando cada resbaladizo paso con la precisión de introducir mis punteras en los puntos de apoyo que aquellas endiabladas gotas habían conseguido horadar durante siglos. Eran frías, cortantes, impertinentes; parecían querer desmembrar cada uno mis músculos, con la precisión psicopática de un cirujano atrapado en sus propios demonios.
Escalé por el lugar más agreste, con vistas a los dos faros del fin del mundo. Esperé que en la otra vertiente existiera, aún pudiera encontrar una esperanza. Si, en los primeros pasos, aparecieron caballos alados y la voz de Frank Sinatra, para equilibrar ese pasado reciente tan pesaroso.
Enseguida noté que si antes, recibía información, casi toda apocalíptica; aquí sólo se existía y tocaba. Unas doncellas me indicaron que esperará un poco; supe que nos disfrutaríamos porque fue un lenguaje que conocí en un pasado lejano.
Seguía descubriendo aquel paraje, entre pinos, piedras y a lo lejos viñas y otras callejas donde atiné a ver mi lugar de reposo.
De la vertiente escalada, por otras rutas, también escarpadas, más accesibles llegaron los modernos pegasos, con bicicletas diseñadas para acudir a los encuentros con otras civilizaciones. Aquel mundo, ya no me atraía; aquel nuevo mundo era de Hércules y Marte enfrentándose a los dioses del cansancio y las limitaciones con la armas de la dedicación ciega y esclava. Mi pelea pudiera parecerse en formas; creo que era más buscar mimetizarme con la naturaleza.
Noté que al caer sobre la nueva vertiente, lo que antes había aparecido como un ordenado ejército siguiendo una ruta para llegar a la pasajera Itaca de aquel día festivo, se tornaba, en el descenso y al no recibir las órdenes de las ondas, en un caos, por tomar cada bicicleta su travesía por aquel océano de paz infinita en el que me hallaba navegando como un nuevo colón, aunque sin química que afectará a la naturaleza.
Una bicicleta se había encabritado con su Prometeo y se revolvía y emprendía de nuevo el ascenso, alocada, con saltos inverosímiles. Me fije y vi a un ciervo con una inconmensurable cornamenta, ir por delante, con saltos apurados y equilibrios inverosímiles, parecía huir de aquella montura que llevaba a un ser temeroso de ser testigo de primera mano, para aquel apareamiento que antes hubiera parecido imposible. Me gritaba el centurión, ¡párala, párala! ¡no quiero ser el mamporrero de esta unión contra natura!.
Salté tres matojos, cogí, cuatro espinas que clavé de forma certera sobre la rueda trasera. El ciclista, ya parada su cabalgadura, me lo agradeció, mientras miraba al ciervo ya liberado de obligaciones tan fuera de tiempo. La bestia se volvió y siguió su ruta, instalada la nueva cámara sobre aquella máquina, por unos instantes, sexualizada.
Seguía bajando, ahora fuera de las sendas, porque temía ser asaltado por aquellas cuadrigas desenfrenadas. No iba muy lejos de ellas, las oía, y de repente sentí que debía volver a escalar una pared, por unos segundos, en aquel paraje tan desigual, porque salían bufidos de 190 pulsos en diez segundos; otra máquina diferente, pintada para ser una bestia, empezaba a notar la falta de orientación y se ponía de espaldas para subir el muro; el guerrero, entraba en pánico, debía pedalear hacía atrás, sin saber el resultado final. Me llamó Cíclope, no como un insulto por creerme capaz de comerme a cualquier ser humano, sino por hallarme ya con un ojo, hacía el futuro más cierto. Le respondí, en un alarde de fuerza, equilibrio y salseo con cuatro pasos de bachata y tres de ritmos latinos. La máquina hizo un 180 grados y encontró la cima de ese peñasco que ya no quise averiguar si le llevaría a nuevo abismo, no muy lejano.
Me senté sobre una piedra que pareció ser el balcón que hace cien años, contemplaba el lugar de paso de los habitantes de aquella pequeña población. Ahora, aquí, se veía el valle, en esta época, por fin, no sedienta; fijándome con detalles veía hilos de agua que desembocaban sobre un riachuelo que pareciera reírse con las ocurrencias que iban soltando las personas que estaban allí lavando. De repente, paso a mi lado, otro émulo de equino que desorientado había buscado la piedra como rampa para adelantar camino, sin darse cuenta que seguía la ruta del agua en las chorreras de 25 metros de desnivel; me pareció ser un finished para la chatarra, a sus materiales composites y para el hospital a su, ya inoperante guía, perdida sin un punto de referencia que le diera aquel monitor resplandeciente que ahora, no tenía más efecto que la efímera belleza, pero sin ninguna otra función.
Un instantáneo parpadeo, en su cabeza girada hacía mí, me dio idea de su sentido de final de un tiempo de potencia y desafío; apercibido y consciente de no perder una milésima de un un nuevo parpadeo, alargué el brazo, afirmé mis pies sobre el saliente en el que había dejado reposar mis pies que tanto habían corrido y con la otra mano, até una cuerda elástica sobre la rueda trasera. Está la dejó ir unos metros, para con una cierta violencia hacerla volver sobre sus icáricos despegue y cuando la ondina de aquel mar de vientos estuvo sobre mis brazos, pegué una certera patada sobre aquella engreída osamenta de titanio y aluminio que se había creído con derecho a trazar nuevas rutas, sin la diosa ondas que daba tanta libertad, como control, para nunca dejar avanzar, sin su control.
Andaba, pues, allí sentado, embebido por la grandiosidad de aquellos campos que ya se dejaban tocar por los dedos salientes de la próxima primavera, cuando al tener posada sobre mi regazo aquella aprendiz de ingrávida mariposa que revoloteaba desnortada, sin senda a la que seguir. No había perdido el sentido, creyéndola dolorida me dispuse a quitarla las gafas y el tubo que tenía a modo de nuevo apéndice humano, en la boca para hidratarse al infinitum. Sus labios eran carnosos, perfectos, el sueño que había tenido ante la visión de la guerrera con la que había quedado para un tiempo próximo. Me estaba acordando de ella, mientras ella, sentada, se levantaba una décima de segunda las gafas, como para contemplarme, como para sentir que estaba viva; tal fue el impacto del recuerdo que me vino de aquella joven de Marrakech con unos ojos de diamante, al que no tuve los quilates de decirla que existía una tierra donde podríamos ver crecer las viñas y recorrer las espesas montañas, tomadas por una vegetación salvaje. Andaba en aquel lejano lugar y por aquellos tiempos, sin retorno, cuando poseída por Marte, se levantó la humana ciclista y emprendió descenso, buscando si los restos de aquel ingenio se podían recomponer como un propio chtpg y podría seguir una ruta.
Pagué con creces y con dureza esos diez segundos que me quedé mirando a aquella sirena; mi alma se había soltado de aquel mástil y había deseado más aquel pasado tiempo, que aquel simulacro de armadura sudoroso. Allí abajo ellas se encontraron y a mí me dejaron, con mis quinientos días y mil noches, observador ardiente de tierras prometidas y huidas repetidas.
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