Mirabas pasar los días sobre aquel verano en el que el sol golpeaba, en las madrugadas con la intensidad de los estertores del día anterior. Al amanecer, ya las avispas laboraban dentro de un poste del que se habían apropiado y ante cualquier invasión, por muy efímera que fuera , procedían a declarar la salida de su aguijón, con una certera dosis de dolor que acompañaba a la osadía.
Era entonces, cuando se levantaba el
viticultor para intentar descubrir el lugar por donde atacaría el próximo
animal, que ya había empezado su labor de zapa sobre los brotes blandos y
apetitosos de los incipientes racimos de uvas. Unos meses antes no te hubieras
imaginado que aquellas cepas, desnudas, quizás débiles, fueran capaces de
dibujar la grandiosidad de los nacimientos.
Se había procurado un gorro naranja, al igual color tenían sus guantes. Marchaba
siempre con el recuerdo perdido de sus anteriores ocupaciones. Al levantarse su
mano había dibujado un corazón, con la precisión y profundidad del tiempo
compartido la noche anterior con su amada. Había tomado un café fuerte y una
magdalena, pero no habían sido capaces de borrar el sabor a ella y los olores
de ese tiempo.
Si el tiempo seguía así, y las exigencias de quienes eran los dueños de
aquellas otras tierras que trabajaba aumentaban, tendrían que salir de allí. Ya
no servía lo que sacaba de aquella viña.
Uno de los hijos del patrón, había pasado de niño a joven y había
aprendido que el no tenía sueños, sólo deseos y que a estos se les imponía muy
pocas cosas. Su mujer había empezado a
ser mirada con una lascivia venenosa y, por ahora, ella, conseguía que aquel
imberbe se corriera para su propia vergüenza al sólo mirarla y ella realizar
dos acciones done se insinuará toda la belleza que encerraba.
Sabían ellos que ese silenciosa derrota, no
aplacaría a quien es alabado por un padre que posee el tiempo de aquella
pareja, que desde antes del amanecer habrán dado de comer a 90 cabras, las
habrán enfilado para el pequeño terreno, sediento y antes habrán puesto a las
cabritas en disposición de ser amamantadas.
Hoy ha acudido el hijo mayor, no puede ir al colegio. Tienen que dar un
dinero y este les he negado, unas veces, y otras, retirada una cantidad no
menor, por la casa y los alimentos que les procura.
Será dentro de dos semanas. El billete está comprado. El silencio en la
familia, fue roto por el pequeño de siete años. Siempre dicharachero y
entusiasta por los nuevos descubrimientos. Aunque no se le había dicho nada;
pero salió la palabra espada y y en un acto reflejo dijo, ¡ahí va España!, el nacimiento de un nuevo ternero y la
atención que necesito tanto de su padre, como del patrón, hizo que el primero
dijera: ok, España, le llamaremos así, por lo que aprendiste ayer en clase de
historia.
Refunfuño el segundo, pero la cabeza del
ternero ya estaba apareciendo y el tener
que deshacer un enredo que se había producido hizo cambiar de tema. Ramón, el
padre, sabía que el patrón tenía un libro de anotaciones en la cabeza y en
algún momento volvería sobre la exclamación de aquel niño.
Ya se habían sucedido otros veranos así; antes eran más espaciados, pero
ahora la regularidad de los últimos años, en esa contundente sequía hacía que
los muros de las grietas de la tierra que clamaba ¡agua!, fueran lugares que te
pudieran producir el esguince de tobillo con el que caminaba a duras penas,
bajo los primeros rayos de sol.
Se había ofrecido Julio, el hijo, para hacer la tarea, pero el padre
quería que todo siguiera igual, hasta el último día, hasta el instante en el
que aquella familia de explotadores, estuvieran celebrando, una de sus fiestas
de puesta de largo de aquel proyecto de continuidad, sin más mérito que el
lugar en el que le había parido, una cama de dos metros, con unos encajes
traídos de España, que es lo que aclaro el pequeño, que había oído de su madre,
cuando aquel ser inmundo volvió para preguntar, por aquella palabra que había
oído el día anterior.
El pintor se halla sobre un pequeño saliente que le permite ver toda esa
mies que con forma de boca abierta trata de coger alguna gota que se escape del
rocío que huye del primer rayo ya abrasador. Aun lado, observa el cobertizo del
que salen como autómatas, mujer y niños y
enfrente, a lo lejos, en una caserío que parece recreció un promontorio
como parte de su grandeza, está la familia que poseen todas aquellas tierras
que alcanza a contemplar el pincel que busca los trazos distorsionados que
evoquen tanta desigualdad.
Aquellas manos diseñan un barco sobre el que viajan todas las
inabarcables tierras, pero que marchan a la deriva porque ni para unos, ni para
otros, las esperanzas son eternas, cuando durante años, los dueños soberbios,
seguros de la eternidad de su fortuna esquilmaron y talaron los bosques que les
rodeaban y que permitían a los hombre y al terreno, tener sombras para alivio
de unos y otros. La imagen de Ramón que e ha trazado en el lienzo es la de un
ser que se levanta y estira para buscar fin en aquel océano de espigas
empobrecidas por el poco grano. Por un momento, el pintor ha imaginado a un
Ulyses que se ha desatado del mástil que es esa tierra que le tiene sumido por
las voces del pasado del que debiera cumplir un destino que le lleve al Hades.
Quisiera el personaje ya alzarse para emprender un vuelo.
Se le escapó al dueño, muy cuidadoso en dar señales de sus momentos de
debilidad, que mañana no acudiría para ayudar en el nacimiento de lo que
pareciera sería el alumbramiento de dos nuevas cabrillas. Lo dijo delante de la
mujer a la que se dirigía con arrobo, pero con la superioridad de quien tuvo un
trofeo. Ella sonrió y le devolvió una mirada para dejarle claro que nunca fue
suya y cuando cada una tomó su camino. El de ella, era ultimar todos los
preparativos para que ese mismo atardecer fuera el último que su familia pasará
con aquellos poseedores de cosas; nada que tuviera que ver con ella y los
mundos que ella diseñaba con la precisión de un orfebre que cada día daba un
mínimo regalo a los seres que amaba.
Un Sol que pareciera derretirse el mismo, se aproxima a su cenit; todo
el rebaño se había vuelto a aquellas parideras que parecían plañir por agua,
según la visión del pintor, era el momento del comienzo de la fiesta, en
aquella piscina que había robado sus aguas a un manantial infernal, por su
profundidad y, por el otro lado, como un moderno Job, empezaban de forma torpe,
pero firme, el exilio de la familia de Ramón.
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