Un tornillo pugna por salirse de su embocadura. Alguien originó esa pugna y pudo ser aquel acróbata que giró y giró hasta provocar que todos los habitantes de aquel planeta, terminarán mareados sobre el tapiz.
Cerca de la radio, habitaba un señor que se tumbaba sobre lo que pareció un antiguo saco de dormir. Ya no lo era, las costuras rotas afloraban como las primeras hojas de las patatas plantadas: algun agujero eliminaba la posibilidad de ser considerado como un colador, era más una entrada a una gruta hacía otra dimensión.
Días antes de su muerte, habitó en la lucidez. Juan, era el nombre de quien yacía muchas noches en aquel incómodo espacio de un inocente gran banco que recibió los bienes de una caja devastada por intachables políticos con bolsillo corrupto, mientras los ciudadanos veían los rescoldos de sus dineros perdido. Su mente volvió a subir por aquella caracola del tornillo, por la que había ido descendiendo, sin saber cuando se había iniciado aquella rápida caída.
A la salida de una consulta, miró a su mujer y se despidió. Ella con una tristeza infinita pareció querer rebelarse contra su anterior compromiso. Él la hizo prometer que cuando empezará su descenso, le debía dejar partir.
El médico no había realizado ninguna afirmación, sólo había dado tres vueltas a las pruebas de rayo X; había llamado a una compañera y en nuestro protagonista se implantó un rictus de terror.
Su mujer no había entrado y dejó crecer las certezas de su marido, que luego descubrió no tenían nada que ver con las de él. Ya era tarde, Juan huyó enseguida, y ella se lo cruzaba todos los días por las calle; no lo reconoció porque este se había despojado de todo lo que suponía dignidad para ella, llevar los cabellos cortos, caminar lampiño y llevar ropas impolutos. En él había desaparecido el habla, su afán de lectura la disimulaba porque escondía los libros y convertía las hojas que iba leyendo en papeles que podrían albergar cualquier manzana podrida, cuando en realidad era la entrada de Leopoldo en Sweny Chemist y el jabón con sabor a limón pugnaba por limpiar aquel cuerpo al que había embarrado un alma traspasada por el puñal del abandono.
Un día en el que la rosca de la caracola parecía por resbaladiza y él miraba una silla, una fuente, un árbol sin encontrar el significado de la vida en ellos, a ella, que iba con una bolsa del Ahorra Más, y una compra en un Día, le atravesó un rayo porque como de soslayo, le traspaso ver en aquel indigente, la acción de llevar un compás, ante los maullidos de varios gatos callejeros. Le repugnaba aquella visión, pero encontró unos ojos que como un rayo estaban descendiendo cuando se percató de la atención de su mujer, por aquel instante de creación de una melodía.
Llegaba a la cabeza de la espiral él, mientras ella corría entusiasmada porque él medio de Juan le había explicado, de forma inocente, aquella terrible equivocación. Gritaba de gozo en sí, y buscaba en el teléfono la ubicación de aquel marido que dirigía sinfonías.
Cuando empezaba a cruzar la calle e instantes antes un coche había arrollado a un mendigo, la señal de los dos móviles estaban tan cerca, que recibió el último abrazo de su marido
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