Después de irme quitando ramas de la cara, arbustos que buscaban mi pene y trepadoras que parecían querer postrarme, salí de aquel bosque, con una cierta idea de libertad. Tenía la cabeza vuelta hacía aquella trampa natural. Por horas, serían días, cada paso me hundía en aquellas tierras que pugnaban porque mi final fuera ser compost. En muchos momentos, pareció que mi talón se convertía en polvo y mis ojos se clavaban en el final, aunque mi mirada se extendía hacía una raíz que se expandía en milímetros. suficientes para darse una mayor sensación de eternidad.
Al girarme, vi algo que no entendía; por un momento, dada su magnitud, me acordé de aquella magna obra que era para gloria de su dios, que habían edificado a los borde de un pantano. La Obra, mascullé, sobre las aguas, era como la metáfora de cada persona que se encontraba cercada por los cimientos que ellos habían hormigonado metiendo varillas de verdades absolutas, arenas escurridizas de miedos y cementos que compactan tus pies que ya no volaran.
Nos acercábamos, para reconocernos, a unos cientos de metros, ya no me pareció tan magno aquel orificio en el horizonte. Me senté tranquilizado; ni la secta extendía sus sombras para cubrirme, ni el futuro estaba tan lejano.
No tenía prisa y mucho menos la razón, ni el mundos, ni un abecedario que formará falsedades. Al palparme encontré una tijeras ligeras para podar, unos pantalones de correr que desde la Fura del Baus había decidido no quitarme, y una erección de vergüenzas.
Cuando me iba a levantar, conseguí sólo hacerlo con la vista; arriba, no podía entenderlo, creía que un hombre iba cambiando de cabeza con un cierto ritmo. Me asusté, no sé porqué, en los últimos, si no cambios físicos de cráneo, si que hemos podido contemplar cerebros que aceptan el nuevo lenguaje de positivismo ante la mentira y el fracaso, con una facilidad más asombrosa, aún, que aquel clown que comprendí que sólo cambiaba sombreros.
No me demoré, y al alzarme en la longitud de todo mi cuerpo, percibí que alguna cosa más se había calmado. El Andamio, porque era un andamio lo que me había producido, de forma sucesiva, desde terror, mística, vacío y congoja, emitía unos graznidos, propios de animales mitológicos o de metales sin engrasar.
A estas alturas y liberado ya de la parte mística que me daba más pavor, entendí que los habitantes de aquellas nuevas unidades de convivencia no tenían una vida convencional. Sólo puede ser de esa manera, que ves aparecer por la parte derecha un ser, con un pinganillo y una cara que me recordó la última efigie de "alto odio en voltaje", que contemplé en el espejo de un perro que es el alma de su ama, resentida.
Debajo de él, una pequeña zombie, pugnaba con masticar un sanguinolento trozo de lo que sería una víctima del primero.
Arriba, era la orgía, la exaltación de no asustarse con las pequeñeces propias y jugar con lo que somos para construirnos, algo tan simple a plena luz pero maravilloso, como un paso de mambo o de pasodoble, giros lanzados por el motor de una desbrozadora enloquecida que creaba formas y mundos con las luces, con el bailarín, con el espectador que parecía perder pie en una tierra, ahora, prescindible.
Cuando nos pudimos tocar, nos hicimos pulpos para abrazarnos; tantos vacíos que completaban vidas, no comunes; nos sirvieron para comprender que las fotos de los horizontes de belleza extrema y de obra salvadoras , son como las sectas que tienen mentes zombies y corazones empozoñados.
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