viernes, septiembre 18, 2020

La Señora

 Ella, de forma educada, me ha pedido que sacará la cabeza. Yo, cerca del ventanal, observando un atardecer otoñal, con las hojas naranjas que parecieran el espejo de ese Sol, que busca acostarse antes por su agotado ensimismamiento con el que nos ha barrido durante los medios días del verano, me he preguntado si ella sabría que si: estaba dispuesto.

Con toda la tranquilidad, observando su linda cabellera, con una nariz proporcionada y unos ojos perlas de azabache, he procedido a abrir la ventana. Una ráfaga de viento que se rebelaba contra la brisa que nos había acompañado en los últimos días y que nos besaba un cuerpo ahíto del recuerdo de ella, ha penetrado pulcra, directa, como si toda nuestra cabeza y pelo estuviera lubricada para ofrecer un ensamblamiento perfecto, armónico, explosivo de mundos compartidos por los dos. 

No dudamos, en ningún momento, con nuestra caballera peinada por un sílbido erotizante de aire, que nuestro hacha actuaría de forma certera sobre el cuello de nuestra peticionaria

 Su amo, mercader en mil medinas, nos había dado la clave sobre el momento justo en el que se debía asestar el golpe de gracía sobre el prodigioso cuello que lucía en ese momento una medalla de oro, con una forma animal en su ensambraje final. No quisimos descargar, sólo, la fuerza de los brazos, doloridos porque la cosecha está temblando ante la avalancha de mal tiempo. El tronco se había inclinado como parte de un resorte que podía ir hacía atrás, como un buda, ejercitado, puede pasar la cabeza entre las piernas. Por último mi pelvis y piernas habían sido el comienzo rítmico de un avance final de las manos sobre el hacha para realizar una decapitación perfecta.

La máquina, por fin, después de mucho jugar con la veracidad de su existencia. Consciente de su misería, de su seguidismo y de la magnitud de su cortocircuito que estaba rompiendo todo el equilibrio mental, sobre todo, de sus seguidores, había experimentado un arrancamiento traumático que, sin embargo, viendo la, aún permanencia del cable padre, se pudo colegir que en sus últimos estertores, semejante engendro de máquina, podría, cortocircuetada por tantas barbaridades que había sido capaz de exabructar sobre las cámaras, desinfectadas, no sólo para sus posibles babas y sus exputos más torridos, sino para también, ser, sólo capaces de renovar todas las sandeces sobre las que había edificado, su carismático encuentro con la nada.

La máquina, ya decapitada, pero con su única mueca de realidad, en ese cable, equilibrado en el abismo, andó orgullosa, soberbía, como todavía protegida por los rayos cegadores de la palabrería. 

Con su último algoritmo, aún jadeante, apenas sin brillo, susurro sus ultimas mentiras, soñando que sus chics, cables, botones y soldaduras nos imaginará poseerla como en aquella cama, apenas ocupada pero que ofrecía el poder de sus redondeces.

Si, deshizo su magía, caduca todo el conjunto de la máquinas seccionada. Aún así, cientos de piernas caminan para buscar el sendero de sus caóticas pisadas.

Si, así fue señor, la máquina por un momento pareció la Señora

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