sábado, septiembre 19, 2020

Al laurel caido

 No dudan sus hojas en seguir erguidas, incluso cuando el señor se acerca con las tijeras. Son nuevas en el lugar, pero como tal corzo recien nacido, sabe que el ser humano tiene la capacidad de seccionar en cualquier momento cualquier atisbo de esperanza. En el caso del animal, sus dudas para pasar una carretera, tras haberla atravesado la madre, la pusieron enfrente de un coche, azul, casi nuevo, no bregado en montes, ni montañas. El corzo, en otras circumstancias, podría haberlo observado, embelesado, curioso e incluso como lugar para miccionar; en las hechos que se sucedieron, a cerca de 90 km. por hora, el contacto con el parachoques fue violento, aún a pesar de haber ofrecido unos ojos límpidos y una bella mirada al conductor; su vuelo fue amplio y su animarraje, seco, amortiguado ya por una piel que sólo era albergue de cuajos, higados y un cerebro que instantes antes, se regía por el deseo de los pezones de una madre que era paciente con su inexperta y ansiosa boca, buscando las ubres llenas de leche, pero no miel.

Siento que me he ido y he dulcificado la imagen de ese hombre con tijeras acercándose al pequeño laurel, aún de forma injusta, incrustado en un pequeño tetrabrick de una leche entera que alimento a la bella Otero, de aquella ciudad, humilde en número de habitantes, plena por todos los jardines en los que podían yacer las pasiones y las sonrisas de humanos entregados al deleite y las miradas escrutadoras de seres que sentían, no pertenecer a aquellos tiempos, por lo que escondidos, postraban su cuerpo buscando al otro que estaba en si mismo, para que el estallido coincidiera con la desaparición de una luna llena, demasiado inquisidora. 

Hoja larga, filo incisivo, donado por piedras esmeraldas, que son fieles a la acción de ser goloso de la leche extraída de una vaca, que vaga libre por montes y dehesas. Cuando, por fin, aplica un corte sobre la rama que se había deteriorado en su tenencias de hojas aún, voladoras, corre la savía por el tronco, como llorando la despedida de su compañera.

El podador me mira; yo, asumo la contundencia de su acción. He aprendido en la escuela del marketing que redujo el tamaño de mi frase. No dar un vano disgusto a quien apuesta por la exactitud de ese corte.

¿Cree que eliminar todas las ramificaciones que soportan el tránsito de ese podrido elemento hará resplandecer la totalidad del árbol?

No puedo negar el alivio cuando imagino el cuerpo del corzo volando; alejándose del peligro que hubiera podido ser su ansia por comer los pequeños brotes de esta, mi pequeña planta.

 Es raro que siempre calzen zapatillas de sus colores quienes olvidan que en ese momento, el dulce herbívoro va a hacer desaparecer una planta que pugnaba por estallar dentro de la naturaleza. 

Surge una metáfora imperial. La mano cortante buscó la supura para atajar el mal. Tuvo éxito y marcha marcial, valiente, majestuoso dando la espalda al objeto de su victoria. Todavía no lejos, desde un pequeño manatial, saciado en su sed, mama corza empieza su andadura hacía esa planta ennoblecida y embellecida por tan samaritano corte. Cuando aún, la voz metálica de la tijera incisiva se escucha al ser guardada en su estuche, el animal encorva la cerviz y sin prisa ni pausa come hojas, ramas, y un tronco que guardaba la esencia de su ser.

Se demora en su vuelta el jardinero feliz, trae alambres, alicates, tijeras, martillo y unos palos rigidos, sostenes para la incipiente vida de un retoñado laurel que aún necesita su cuidado. Un minuto antes, dándose la vuelta de forma pausada, armónica, elegante, la corza ha emprendido su vuelta a la fuente de su grandeza: un manantial que le sacía, por su líquido y le protege, por la exuberancia de su vegetación. Desde allí, calma, como parece ser el no tener consciencia de la rotura que ha producido en la mente del cuidador que ahora se siente infiel por no haber protegido a tiempo el laurel. Lanza un grito, que le hace gracía que le imiten, también los humanos. Curioso, ni el uno, ni el otro logra alcanzar la afinidad en la tonalidad de la voz perruna, pero les surge una afinidad. De esa manera tras una expectante silencio de 15 segundos, escucha la respuesta del jardinero, es una triste invocación de reproche, por no haberle la oportunidad de proteger su planta. El animal le responde con la cotidianedad de un juego de voces.

Tanto tiempo, intentando podar una rama y no haber sabido proteger el milagro del nacimiento en la naturaleza.

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