Ya sale aquel, de sus propias ropas, de su propia arquitectura donde se había encerrado. Es valiente, la persona que coge el sillón desde donde escribe, rompe una pata, raja la tela sudada entre cientos de miles de segundos que aspiraba a un descanso o a pergeñar un plan para el siguiente curso, que se va deshaciendo entre la realidad de unas mentes que traman desde otras sintonías.
Kapucinski vivió entre los habitantes de algun país africano, era ya miembro de un mundo global. Orwell, en 1937, viniendo de haber vivido en una parte de un imperio británico, Birmania, se adentró en el laberinto destructivo al que han sometido a los desposeídos del mundo.
Ver cumplirse el refrán que te decía tu padre, érase un sabio que iba recogiendo los despojos que otros habían tirado y que al mirar atrás descubría a otro recogiendo lo que a él no le había servido. Ver a esos seres en negro, recibiendo los polvos del carbón que les tiznaban hasta mimetizarles con su futuro. Manoteaban al aire por si en alguna partícula pudiera encontrar una brizna que alimentará los siguientes segundos que parecían una concesión momentánea para un horizonte al encierro a la cueva llamada Miseria
En aquellos años, no muchos más lejos, en la Irlanda azotada por la hambruna, seres se entregaban a la lascivia, incluso de familiares, para poder sacar adelante a sus hijos, volcados sobre una tinaja de la nada.
Alcohol en uno y otro mundo, porque la realidad se hacía tan insoportable que la anestesia era eliminarse uno mismo.
En la ciudad, capital cercana, Dublin, quienes sobrevivían, aquellos que gozaban del privilegio de poder compartir conocimientos y descubrimientos, salían un 16 de junio para trazar una Odisea, donde eran Leopoldo, Dédalus y quizás un PJ atemporal, nos enardecía para encontrar la nave donde emprender la salida a las islas de realidades en las que los días nos amenazan con destrozar nuestro timón para vivir sin rumbo
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