Indecencias con las que nos destruirnos. La tentación de hacernos ricos y rasgar los cimientos del lugar en el que convivimos.
Meterse en cualquier oscuridad y al salir tomar la berzas que te ponen delante como si fuera el bosque donde todos los árboles asaetearan los cielos.
Sitúate encima de una mesa como si fueras el postre que ella se ha preparado para ir tomándolo para su placer. Encuentras su mirada y la miras como para decirla: si cariño, todo será para tí, desde los dedos de mi pie, hasta el último pelo que ha erizado todo mi vello.
La Castafiore se va y él, que por imaginación, como hemos leído podría hacerla volver, pero que sólo se comerá esas natillas con la emoción de sentir que la ha preparado la cocinera que admira.
Uno de los cantantes que se habían presentado a las pruebas, ha desafinado. Había acudido como tenor, me había hecho la manicura y pensaba que todo eso me abriría las puertas, pero claro también me habían colocado en la tesitura de averiguar los componentes de aquel postre. Si, al principio, me recordó a ella, luego, intento desentrañar el misterio y si, andaba ya abriendo la puerta de la calle; de tal manera y tan rápido había sido el fracaso.
Alguien que entraba, me creía que para intentar superar la prueba que me había llevado a ese estadio de postración y fracaso; ese ser atrajo mi atención, porque, desde luego, no podía ser cantante, ni aunque fuera soprano, que no es por nada, pero en El Padrino, se les perdona todo. Y no lo podía ejecutar porque, reteniendo la puerta a mi despido abierta, contemplé como empezaba a sacar herramientas que podrían haber sido las de mi sustento, hace años, cuando me dieron a entender que sería mejor agarrarse a la realidad, antes que al poyato de la ventana a mi futuro a la que me asomaba y en la que soñaba ser jugador, se viniera abajo, con mis uñas, tornándose violeta, en mi desesperanza y clavándolas para ir resbalando en la última oportunidad que ya no volvió.
Me apremiaban desde más adentro, como si la concavidad que amenazaba con derrumbarse conmigo dentro, no fuera lo suficiente grande en mi sentido de derrota total. Para ellos, era un panoli que se había acercado a dar la lata con mi voz rota, ¡leche de Bob dicen cosas peores!, y con unas obsesiones sexuales que no había podido reprimir y que les daba pánico pudiera volver a aparecer en plena actuación viendo el arroz con leche, deslizándose por la comisura de los labios de ella, si ella, si ella, a la que invitaría antes que mis últimas esperanzas se deslizarán hacía el abismo de acertar ser un maestro, en nada, que le acompañaría en todas, sus "no" obtención de su anual sueño, que se escurría como un líquido en las manos, ahora ya, agrietadas.
Les iba a hacer una irreverencia y arrojarles un sarcasmo ¡Oh, ellos si pueden cantar la Castafiore! ¡Sois muy guais!.
Alguien, descendiendo desde el escenario, como en una anunciación, se bajaba de él, y con las cornetas de otros dos aspirantes a famas, acudían ante mi efigie que aún retenía, ahora, la entrada de quien aprovechaba mi hierática parsimonia para entrar en aquel purgatorio, que es lo que me parecía a mí en esos momentos.
Uno entrando y aquellos tres centuriones, certificadores de mis impotencias; me terminaban de cerrar la puerta, conmigo fuera, de la manera más abrupta que encontraron.
Y ¿los 2000 metros cuadrados de la parcela de Podemos?
Entendí la magnitud del fracaso. Mis limitaciones artísticas eran evidentes; los postres se llenaban de azucares, no siempre buenos para mi imaginación y el mundo se había entregado a las chifladuras que les iban soltando, por ejemplo los Fondos Buitres que convertían una ciudad en un resort porque crear tejido social como el restaurante de la Castafiore, era una excentricidad que no daba dinero.
Quien había hablado como agrimensor se topaba con la persistencia de su hospital que había mandado al cobrador del frac para que pagará las facturas de su última chifladura, que soltaba, ya como una diarrea incontrolable.
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