sábado, junio 29, 2024

A lento fuego

    Pudieras creer que el tiempo te iba a esperar, que no tendría prisa y que te daría la oportunidad de relajarte en cualquier de los veranos que el primer día de Julio se aventuraba como inacabable.
    Llegaban los finales de Agosto; no dabas crédito a que aquello que parecía un eterno verano, se hubiera esfumado, como por el tiro de la chimenea. No hubo ni una brizna de viento que me revocará ni un segundo para retenerlo y guardártelo para vivir en él. 
    No pasó ni cuando aquel instante no te dio la oportunidad de intentar recuperarle con maniobras que hubieras hecho hasta el infinito, ni cuando hubo esos instantes en el que en la satisfacción mutua te contemplabas eterno.
    Transcurren inexorables los días; dejaste de creer en tomar el fresco o ahora en las otras formas de maledicencia, de exponerte en las plataformas donde cada uno arranca las embestidas como si el ponerte las astas te concedieran la condición de toro. 
     Verdades nuestras, alimentadas por es que allí, es que aquello, tal vez fue porque, pasó aquello; todas empieces de muros, saetas o cuchillos con el que zaherir las relaciones humanas. 
      Hablar para que nos den la razón, para que siempre pensemos haber sido perjudicados. Hubo un tiempo en que las hordas salieron, habían sido reclutadas por los poderosos y alimentadas por lo quitado a ellos mismos y enfervorizadas por enseñas de las que no comían, de las que no aprendían. 
      Se hizo el silencio y nosotros, sólo humanos, nos creímos en la necesidad de levantar torres, murallas y castillos para que enfrente tuviéramos la posibilidad de haberle dado motivos al de enfrente a construirla de la misma manera, o más grande o más cruel. Entre medias no dimos margen a crear parques, con sus bancos donde descansar o poder charlar de lo que podía haber sido el motivo de nuestras mutuas afrentas. Las pequeñas sendas, tan estrechas como para obligarnos a mirarnos a los ojos, las convertimos en carreteras donde tener un tanque era mirar con desprecio al que aún no le había puesto la metralleta con la que disparar. 
       Nos decían una y mil veces, que todas esas construcciones nos harían únicos, hasta que un día empezaron a dar cuenta, quizás en Madrid, también en Tenerife, luego en Málaga, mucho antes en Barcelona, donde una alcaldesa antes de su autoascensión a los cielos habían legislado desde la visión del ciudadano por encima de la ciudadanía y habiendo escuchado a gente tan maravillosa y únicas, como Itziar González, intento controlar la especulación con la vivienda y esa especie de descabello colaborativo llamado turismo colaborativo. Lástima que tocará los cielos y fuera recoger de allí pedrisco para lanzárselo a quienes se habían pateado la calle para sentirse comunidad.
        Podría saberse el motivo por el que salió de su enclaustramiento; humanidad débil, abandono de quienes se habían cansado de sus desplantes. Conciencia de acabarse un tiempo, tener que intentar reinventarse, destruyendo los hierros que trabaja a fuego cada cierto tiempo donde ver un mundo sin la realidad del conflicto del que te apartan los barrotes forjados.
         Pasó la noche de San Juan y ahora los sonidos de la debilidad crujían porque el terreno en el que se había sumergido eran un tablao, al que debía echar gasoil y vinagre para que la carcoma no destruyera la viga principal sustento de los débiles edificios en los que nos reconstruimos tras cada día
       
        

No hay comentarios:

Siameses y mercader

Siameses y mercader
Zaida, Fernando y