Ella andaba cantando un día por un parque, él caminaba por el centro de la ciudad; otra, encontraba en su bolsillo una carta de alguien que la quería. Cerca, ella, llora, detrás del altavoz que la escucha, alguien le acompaña. Muy lejos, mentes universales quieren acabar con el diferente; algunos de estos, son niñas destrozadas, juntas con sus muñecas que yacen despedazadas y sin ser abrazada por la niña que soñaba darse una mesa sobre la que operar males y no ser quien yaciera allí, para ser recompuesta.
Nos deshacernos como azucarillos en el mar de las industrias armamentísticas, de las indiferencias porque lo importante "es que se den amnistías", de los océanos de mentiras que hablan de roturas de una patria desangrada por tantos robos de los de arriba, por tantas palabras burdas lanzadas como arietes por mercenarias amorales que pastorean armando con los cayados de Goya a mentes necesitadas de actuar en rebaño.
La Emma de la acampada en el Campus de la Universidad de Barcelona, tantas Emmas de allí y del mundo que abrazan con su actos la soledad de una abuela a la que primero le quitaron sus olivos centenarios de un arraigo en Palestina, luego, alrededor, la labraron zanjas, intuyendo que después arrojarían allí a sus hijos y nietas asesinadas con armas llenas de balas de odio generado por mentes criminales.
Por la calle principal una pareja de ancianos describía su enésimo paseo por el lugar que les sirvió para cruzar sus miradas y enamorarse. Pasaban cerca del lugar que ya nadie miraba; aquel campo de juego con su puerta candada y el balón pinchado que había sido abandonado, inservible, incluso, ante la necesidad. Ella, con la otra mano, le dice mira esa brecha en mitad del campo. Nuestro Javi estaba jugando hace unos meses y metió el pie en una pequeña hendidura, topera dice Guardiola. Esta no le fue indiferente y por allí fue descubriéndonos los Pituil, luego los Tonocotés, pueblos que había sido parte de la construcción de una comunidad allende a los mares.
Leandro y el escritor tienen un compromiso con su colegio, con su calle que contienen las pillerías que brotaban en el campo regado por el tiempo infinito de la niñez. El abuelo se reconoce en el Maimará que jugaba con piedras de colores y barros que engullía una papaya aplastada como para teñir los pies que volaban como las hojas crecientes del nuevo árbol que siempre andan con el vértigo de ser puesto "en negro" por alguna helada de conquistadores cruzados que lanzaban el sentido de culpa, como anatemas para no ser tu y tus errores, que te hacen humano que viaja para completar una promesa.
Existen Chorris, pesados, embargados en tanto daños que acampan en tierras no prometidas, sólo sembradas de puñales con el que van rasgando sus hijas y su futuro al que cortan el talón de Aquiles para que lo afronten arrastrándose. Ellos se levantan porque sienten los pulsos de quienes les rodean y contemplen conseguir que las zanjas sean surcos por donde sembrar semillas de futuro, regadas por tanta sangre derramada; que las miradas lleven el calor donado, triste de quienes fueron masacrados, cuando el horizonte debiera ser el triciclo que explora entre bandazos, el futuro por los débiles brazos que necesitan crecer para dar la firmeza que se obtiene de caminar agarrado a los Pilagás que salieron a mestizarse con los diferentes Comechingón que sintieron la llegada de ellos como un crecimiento o, tal vez, en un primer momento en una intromisión pero que fructificó en tierras casi yermas.
Tomé la autopista de "Villa 311" y voy acompañado por los lectores de Caballero para tomar conciencia del ser, sin que pantallas intervengan en la construcción de nuevas sendas por las nazcan encuentros.
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