Nos salimos de las sombras de los árboles, para tostarnos un poco. Amelia sale de su espacio seguro.
Cumplió en su trabajo, tanto como para abrir los guiones de la vida a sus dos hijas y que estas, a su vez, tuvieran cinco, de las cuales está orgullosa porque tienen carreras universitarias, hasta alguna de doble grado.
Amelia fue limpiadora, de esas que describía Bruce en su canciones y nos hacía o saltar o mecernos. Ella conduciría toda la noche y Clarence la arrullaría con su saxofón, cuando en esos eternos instantes insomne, meditaría como podría darlas lo que necesitaban sus hijas.
Vibraría como el aire que penetra por el tudel y saldría por el tubo para encontrar el sonido que aplacará esas inmensas noches.
George Orwell reconoce en el libro "El camino a Wigan Pier", que a los 17 años, después de la primera guerra mundial, el ambiente en Gran Bretaña era próximo al socialismo. Él andaba por ahí, pero sólo en la teoría; cuando se acercaba a donde vivía las clase obreras, había algo en su educación de élite que le alejaba de ellos. Esos colegios que toman los recursos de todos para crear quimeras sobre las que pisar en alfombras tejidas por seres invisibles, de los que sólo queda el sudor como señal molesta y escurridiza en la que, de vez en cuando, nos resbalamos y nos enojarnos por sacarnos de nuestra imperial apariencia.
A las Amelias, de las pobrezas extremas de las cuencas mineras, las inmortalizó y las dio pulso, viviendo durante tiempo entre ellas y narrando como se dignificaban cuando se las devolvía todo lo que habían producido para la sociedad.
Amelia salió corriendo ayer de su casa, confesó que tiene agorafobia, la asustan las aglomeraciones. Estaba viendo la tele y vio a Irene Montero y Pablo Iglesias siendo acosados, una vez más, por fascistas.
Amelia entre polvo, bayetas, escobas y suciedades expelidas por quienes no las perciben, aunque agradecen su pulcritud y profesionalidad comprendió quien defiende ahora, lo que ella fue en sus años de trabajos, un ingreso mínimo vital, un salario digno para vivir, una sanidad y educación pública.
Cuando escucha a quienes respeta y tiene como hijos, un micrófono mercenario la golpea, con premeditación, con saña; es el micrófono de un esbirro de quienes hablando de libertad, de las paguitas públicas, se alimenta de ellas; comunidades autónomas ajenas a su lugar de trabajo, les riega a esos sicarios, para que expulsen en veneno las mentiras a las que visten de patriotismo y banderas; de su libertad que fue impuesta por las armas y las leyes que nunca desaparecieron con su rastro de sangre.
A Pedro, un día, quizás las Amelia y los José le sacaron de la irrelevancia, porque escogió un lenguaje que había aprendido del 15M. Es un ser artero, calculador.
A nuestra heroína, curtida en mil batallas, seguro que ese ser absorbido por el sistema, hace tiempo que dejó de significarle algo.
A Bruce le venden entradas para que le vean la espalda. No sé Rick, quizás los sobrevivientes son quienes desde el poder, dejan a quienes les cuestionan, en los desiertos, esperando que sus escorpiones amaestrados hagan, con sus pócimas naturales, la mezcla perfecta para eliminar a esos outsiders que les tiran esos escenarios de glamour que les brindan los aspavientos burdos de lo mediático.
George acudió a la guerra civil provocada por una rebelión de traidores que con armas se sirvieron para ellos y para esa riqueza que ha golpeado y esclavizado por siglos a las Amelias
Amelia danza una canto a la dignidad con el coreógrafo Willy Veleta, encantado de ofrecer la realidad de los caminos a ella, Orwell y Veleta, una dirección hacía el ser humano.
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