Se balancea por la playa una barca que no pudo llegar con toda su embarcación. A 200 metros quedó Shalma que instantes antes aún se acordaba del último desayuno que había preparado para sus hijas. Mijo y varios trozos de pescado que sabía les haría ir a buscar agua dulce para quitar toda la sal que se les impregnaría en la lengua.
Parecía una treta sucia, pero con su madre, la abuela de las niñas, había quedado que era la única posibilidad. Otros intentos, habían sido intuidos por ellas y la habían obligado a anclarse a una tierra que apenas les daba de comer y a una sociedad dominada, por dos o tres imitaciones de brujos que lo único que tenían era la desvergüenza de hacer creer que en ellos residía un poder que ella sabía que no era tal.
Cuando quiso aferrarse a la borda de aquella nave que parecía volcaría por las olas cruzadas que la zarandeaban como alguien que descubre en sus estertores que llega la nada y se alza clamando un instante más, asomó la dentadura de un pez, con trozos sanguinolentos de un brazo y la hizo desasirse y empezar a retroceder; enseguida, por la espalda, recibió un empellón y cayó con tal violenta sobre las aguas que a aquel tiburón, aún hambriento, le rompió la dentadura; ella no sabía nada y los que llegaron en aquella barca a la orilla la dieron por muerta.
Moha es el último al que rescatan de la cubierta. Está tumbado y desorientado; tanto que al verse izado; les indica a sus salvadores, a los que cree sus peones, por donde deben tirar de la red para que no se escapen las capturas que han caído en sus redes. Se desvanece su mente por la impotencia de poder aspirar un poquito más del aire revuelto de este día de ventisca. Su vida, dedicada a la pesca, también perdió pie, cuando el gobernador de su región dio permiso a patrones de otro país, al que había llegado ahora, por otra parte, a que llegaron con sus grandes barcos a pescar.
Moha, con tristeza vio como su gobernador entre grandes fiestas, proclamó que les ayudarían; aquel descarado histrión acudió allí vestido de colores chillones. Bailó, sacó sus ojos de las órbitas para hacerles creer que ellos eran los más decentes porque se confiaban a él, hombre feliz.
Tiempo después faltó la pesca, tuvo que despedir y sus protestas fueron acalladas, por los golpes que recibió con las cañas que en el día festivo el gobernante exhibió como cañas que pescarían, incluso en el cielo y ahora caían de este para golpear con saña. A Moha le había abierto el cielo, para ver las mentiras y, a la vez, las heridas del cuerpo por el que ahora la sal de aquella nueva playa parecía querer quemarle las entrañas.
El pelo de Shalma se mecía por la fuerza de las olas, su cuerpo inerte pugnaba por no romperse entre las amenazas de las piedras que la esperaban como dientes que quieren desgarrar a quienes no temen llegar a ellas. Eve vagaba aquella mañana por la pequeña playa sobre la que amenazaba con desplomarse el acantilado. Vio los primeros momentos de una recuperada inspiración que se asustaba de descubrir los cielos tras vivir en una caverna, con techos que amenazaban comprimirte. Acudió y levantó la cabeza de la naufraga, esta entreabrió los ojos, entrevió un paraíso, si izó en un supremo esfuerzo, hacía la cabeza de su salvadora, percibió la dulzura de su lengua en la que tumbó sobre el colchón de todos sus pesares y descansó, ya segura, su mente tendría una nueva oportunidad.
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