Salía por las noches, con mis pelos de punta; no había frío, ni viento gélido que pudiera impedir los experimentos que estaba realizando en aquella marmita, con mis hierbas cogidas en las zonas sombrías de ese invierno que por las noches nos tejía trajes con hilos hilvanados con punzadas de temblores.
Oía ruidos extraños, ladridos pero ahora pasaba lo que hace años me había paralizado, seguía el camino y aquellas voces de la montaña y el perro se alejaban a una distancia prudente.
Yo, llegaba hasta mi cueva y añadía un nuevo ingrediente que, esta vez había encontrado en un pergamino que estaba escondido en un recóndito lugar de un derruido cementerio.
Pasaron unas cuantas noches más. Quienes gritaban desde las entrañas de la montaña, el perro y yo empezamos a encontrarnos, dice Phoebe Bridgers que nadie debe ser un extraño. Su música hipnótica presidía nuestras conversaciones. Habíamos sido enemigos, pero recogimos los restos esparcidos que creíamos eran parte de nuestras diferencias y al mostrárnoslas nos dimos cuenta de las acciones que nos unían.
Al fondo de aquella cueva, apenas iluminada; había mirado unos días antes, porque un nigromante, viendo mi desesperación, me ofreció la mezcla justa que necesitaba para mi sueño. Me pedía a cambio deshacerme de la escoba; estaba dispuesto, pero no la había encontrado con la que barrer aquel suelo, que tan ufano, parecía, de recibir todas las suciedades de los alrededores.
No fue ese día, pero en la conversación que manteníamos los tres, el perro me dijo: dame "Katchi"; no puedo explicar el porqué de mi reacción, pero me dirigí al final de la cueva y encontré la escoba.
Fue él, una extraña forma de la montaña, mitad hombre, mitad árbol, quien me dijo, el ultimo elemento de la poción, lo encontrarás al pie de ese cortado que amenaza con caer siempre sobre el río que transcurre caudaloso, encabritado y hambriento de succionar cuanto se dejé atrapar por sus rulos que saltaban sobre las orillas, con cabriolas de caballo salvaje indomable.
Salí de la cueva rápido, ahora quería que mis nuevos compañeros, ellos vieran mi entrega por un Katchi, y los estruendos de los saxofones, en el proceso de doma de la belleza. Monté en la escoba y me dejé llevar por ella, ahora era Nick Waterhouse quien me mostraba, acariciado por una nube solitaria, la armonía de su casa en las aguas.
Mi medio de transporte me dejo suave sobre el pequeño promontorio al que no tenían acceso aquellas aguas y donde el último producto, necesario para mi pócima se ofrecía generoso y hermoso.
Tomé una flor y dejé que parte de sus esporas cayeran para que en un tiempo próximo, germinarán sobre las tierras, a las que habían quitado aquel recipiente de un aroma sin igual.
Quise descansar en aquel lugar; el día había sido ajetreado, los encuentros sorpresivos y además, pensaba que aquellos dos nuevos compañeros, se habrían ido.
No fue ni el caso, ni el descanso; me recogió la escoba, me ayudó a sujetar el producto, entre los también, sus pelos enrevesados que se le habían ido quedando, no se si por modernidad, uso, o un cierto aire de pretenciosa sabiduría, que parecen dar los pelos puestos como alocados
Volvimos a tiempo; ellos seguían allí, hablando de sus temores pasados y de los presentes, por la codicia que parece anidar en la mayoría de los seres humanos. No se cortaron, tu no eres como ellos, tu eres una bruja.
Transcurrió una noche increíble; hablamos, reímos y nos descubrimos cantando. Era una certeza tardía la que nos embargaba de querer cantar una y otra vez. Sonaba Anemone y nos sentimos reales.
La escoba pareció querer quedarse atrás, apartarse, ser invisible; no se lo permitimos; había sido imprescindible, tan necesaria para nosotros, conseguir remar para forjar una buena amistad, como lo puede ser para un ser querido, que con dignidad exquisita, cuida de la limpieza y la salud de una comunidad de vecinos.
1 comentario:
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