Estoy enfrente del público. Ha sido una travesía de horas y horas por la nada de los sudores y temblores que produce aprender algo nuevo como puede ser la música de la que no tengo precedentes familiares, ni estímulos en mis sesenta años anteriores. Aunque Bruce, Bob, Leonard y tantos más me bailan las neuronas y en mi cuerpo, por épocas, el hip hop, el mambo, el chachachá y hasta el pasodoble han creado espacios de encuentro en mi cuerpo.
Empiezo un pequeño susurro y veo al público bostezar. Es lo que tiene el preparar el escenario con cuatro horas de antelación y que los más adictos siempre quieran llegar a las pruebas de sonido.
Me presenté a una prueba y me cogieron por controlar de una manera concienzuda el instrumento, desde ese día como a Amélie, la vida me ha ido llevando a lugares cada vez más bajos, con una frecuencia y una seguridad que parecía predestinado a estas labores.
El caso es que tras las pruebas me confiaron los instrumentos del grupo que ya iban a desechar. Pensaban sacar un dinero, vendiéndolos a los fans más recalcitrantes, yo por ayudar me los llevé a mi primo el luthier. Este que entendió enseguida lo que pasaba; los recupero y se promocionó con gran virulencia en redes. Tras esto, la bronca me alcanzó hasta propiciar que yo fuera el que conducía los camiones de madrugada, cuando ya todo dormía, yo debía conseguir que el material estuviera a 400 kilómetros a las 12 del mediodía. El asunto es que un coche de la policía, a las 10 de la mañana le dio por encender sus luces, justo cuando ya estaba tocando su parachoques delantero.
Poner los cables y recogerlos de sus respectivos lugares, solo me ha llevado dos semanas y un concierto suspendido por la voz del cantante. No quedaba otro remedio cuando ya nadie conseguía que yo explicara que pasos había dado, de los que me ponía en la hoja que me los había descrito con precisión.
Hoy, es el día en el que recuperamos aquel pequeño desastre. Todo es más fácil para mí, sólo tengo que salir y cuando está preparado el técnico de sonido de emitir unos sonidos que les informen sobre la corrección en el funcionamiento de los micrófonos.
Me sale un erupto a modo de presentación y mi primo que es un ferviente seguidor del grupo me reconoce, pero yo no sé, por ahora, quién es el que ha originado una ovación que se convierte en atronadora cuando sus amigos se sitúan y ya saben quién desbroza los sonidos de una canción de su ídolo.
No pasan ni quince segundos cuando soy capaz de hilvanar toda la letra de la canción, mi boca se ha desprendido de todas las flemas que me acompañan y allí, a lo lejos, perciben la potencia de mis cuerdas vocales que no delatan mi dentadura carcomida en una muela y un incisivo superior; tampoco a una moquita que me acompaña desde hace días, porque aquella noche de hace dos días, cuando la esperaba desnudo, ella acudió lista para un desfile de moda.
No sé cómo tuve agallas a salir desnudo, como un objeto sexual más de aquella divinidad.
Y ahora mi voz, que a lo lejos podría ser tan amada, como rechazados mis tropiezos. Me abre una nueva oportunidad.
Pero ese gallo se acerca, el Sol golpea con sus últimos rayos y él se reúne con sus fans, sin escucharme.
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