Yo, que vivo de irrealidades, recibí ayer una carta muy real; con todo, su sobre, su sello, su remite, señor Adefesio y eso sí, parecía que yo fuera más seres o un interlocutor indefinido; él parecía caído de un caballo y dispuesto a navegar entre vientos.
Carta del señor Adefesio a los seres en vacaciones
En aquellos tiempos, observé un ser que había viajado por varias administraciones con nulo interés por hacerlas funcionar y por su amoralidad por estar, figurar y, siempre, ofrecerse a ir más allá; habiendo pasado por aquellas con mucha pena para los que aguantaron y con desvergüenza como gloria.
A ese, y a eso, su desacomplejado actuar, era todo lo que necesitaban quienes querían una sociedad de castas, quienes consideraban que su fortuna debía ser empleada para consolidar y eternizar su control de la ciudadanía y de sus recursos.
Enfrente de una fotografía idílica, la mayoría de una sociedad, atiborrada de pastillas de mentiras expelidas en medios digitales, en parte con financiación pública, estaba dispuesta a deglutir los relatos basura que se les lanzaba desde el glamour negro, las guaridas de hormigas o el pelo platino premiado por ser honesto entre los deshonestos, que le tenían por consecuente.
En su patera de lujo y para otros usos, nuestro antihéroe ensalzado, había llegado a la orilla para poner la rodilla, gesto muy valorado, sin ninguna consecuencia ni para su extremidad, ni para su cansancio porque el resto del camino lo haría en una flota de Audis de lujo, comprados para celebrar la victoria sobre uno que había osado y se había atrevido con uno, de forma temporal, para ser su crucificado.
En aquellos, navegaban bribones, barcos e informaciones sobre líquidos, a veces limpidos, otros de inconmensurable belleza y varios ponzoñosos y pegajosos, sobre esto últimos se había tumbado un pueblo que anhelaba tener siempre culpables, vivir en las tumbonas de las certezas y ser amarrados con los lemas que creían serían las llaves para quitarse sus propias cadenas con bolas, con las que algunos desfilaban a ritmo militar, hacia su propio vacío y ruina moral.
Andaban subiendo montañas, aligerados muchos, por las subidas de pensiones o de sus salarios, pero preferían enfurruñarse con los malditos picos que tenían pasos por el hielo o neveros eternos, sitios por donde no iban a pasar pero le habían cogido el gusto a culpar, en general, a quien les decía el guía; cuando pasaban muy alejados, de aquellos peligros.
Atraían sirenas, también sirenos, no siempre serenos, a los perros y a los peores malditos, quienes defendían que una sociedad, sin tener resuelto el problema habitacional era un gran agujero en la construcción social; estos eran amenazados por quienes habían enfilado su vida hacia el vacío neuronal en el que parecían estar instalados quienes solo engrosaban músculos de espaldas, cuellos y brazos sin que allí, en los rastreos más minuciosos se hubiera encontrado actividad inteligente.
Remataba el señor Adefesio su carta a la apacibilidad reinante, con el recuerdo al dios de la mentira, subido en andas por sus manadas de fieles que igual pueden embestir una casa blanca, que la propia realidad en la que viven a la que parecen querer transportar al altar para su autoinmolación.
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