Sentado antes los restos de un naufragio, bajo la cabeza y me imagino el timón roto en ocho partes.
Podría mirarlo pero pienso que sería contemplar mi fracaso. No se acostumbra uno a ser tan sincero con uno mismo. La última vez, fue cuando en la despedida me quedé mirando la luna, consciente de no recibir su beso que tanto deseaba yo. Yacía acostado y ella se levantó para fotografiarse con un ciervo que había acudido hasta nosotros. Le acarició me pasó su cámara y me dejó un vacío por el que se hundieron mis ojos, al final estaba la luna y me acogió con sus brazos de miel y su boca carnosa como los tomates de esta época.
Cada parte que entreveo puede ser del antiguo timón va cayendo de forma sucesiva.
En la primera encuentro impresa la mano izquierda con la que me dio el primer fruto, la piel que se quedó aún palpita y la acaricia para devolverla su ternura.
Se acerca ruidosa la segunda parte, rebelde y con forma de un puñal como el que se me clavó en el corazón cuando descubrí que aquel tiempo no volvería. Sangre hasta quedar pálido y al instante un barreño se me acercó con todo la que había perdido y me dijo tómala, lo viviste.
Una astilla diminuta buscaba la oportunidad que creía merecía; la desprecie y la quise aparta, pero se incrustó sobre mi dedo meñique. Apenas la podía ver, pero el dolor era intenso. Me parecía imposible el estadio al que me llevó. Asomó su cabeza y me dijo a que a las personas migrantes no las ves desde hace tiempo; pero existen y cuando caen a las fosas marinas, muertos, para ser comidos por el olvido, en el instante siguiente, el dolor que tuvieron al salir de su casa, al ser explotados y engañados, ya no existe. Me salgo, pero te pido que no les olvides.
Aturdido aún, la cuarta parte llevaba adosada un trozo de tela de la gorra del capitán. Como él, ella no entendía que había pasado y me buscaba para secarme las lágrimas y saber porque entregamos todo a la técnica y nada a la sabiduría de los hombres que habían contado que hacía 30 años, la tarde era igual cuando sucedió la tormenta perfecta, en la que desapareció mi padre y dos hermanos, mis maestros perdidos.
Como meciéndose por la brisa que queda tras la tormenta, iba y venía la quinta parte de aquella gobernalle. Buscaba sosegar mi mente que parecía querer solo huir. Cada poco tiempo venía una ola más grande como para despedirme pero siempre regresaba y con ella volvían los momentos bellos que terminarían por ser arrastrados por la marea del tiempo que nos arrastra mar adentro hasta las más grandes espesuras. Aún allí, moveremos los dedos como para besar con sus yemas los instantes compartidos.
La sexta parte, horonda y graciosa por la forma adquirida, triunfó al lado de mi acompañante, el perro que tiró de mi manga hasta la orilla, cuando el cansancio extremo me ofrecía el fondo del mar como la cama en la que reposar mi abatimiento. Me la ofrecía en todo momento, el dichoso can y no me quedo más remedio que prestar atención a la vida.
Nada parecía llamar la atención en un trozo, embadurnado de aceites y gasolina; fue un golpe de mar quien lo limpio y ofreció la parte del timón donde había tatuado el nombre de Rosa; me sobresaltó todo, incluso sentí que su mirada era la de aquella sirena que me cantaba y estiraba los brazos hacia mi para tomarme. Esa parte, la séptima, me acercaba también Cíclopes, vientos con garras y vides para hacer liviana la travesía de un duro verano que olvidó las aguas y tramaba abrasarnos.
El octavo, cuando tomé conciencia de mis manos, lo había tenido siempre conmigo. Lo sequé, saqué punta y lo impregne de aquella arcilla con la sané mi rodilla; la añadí un poco de sangre por lo amado y parte de arena, con todo ello, aquella parte fue una batuta y en días como hoy, escribe sobre el pergamino perecedero que es lo puede desaparecer antes de haber llegado hasta aquí, ¡Eh, hola!