Todo está rojo. Me mira mi madre y quiere acudir. Mi padre se tapa los ojos. Mi hermano mayor se troncha de risa. A grito pelado anuncia que lo quiere más hecho.
Mi novia me mira como preguntándome si hacía falta haber dado este espectáculo.
En la orilla, sentado, intentando encontrar un aire que necesito, inclinó la cabeza hacia atrás y aún así los pulmones parecen haber echado la cancela. Uff! Hasta el sol parece querer terminar la faena. Necesito hundir la cabeza entre las piernas. Todo se me adormece. Ella se tumba detrás mío y me pone, otra vez, en posición de abrir los pulmones. Olvido mi cuerpo y el cordón umbilical con ella me insufla aire pero también, protege mi autoestima que siempre se daña con estas locuras.
Me quiero adormecer, su piel, el vientre, sus pechos alimentan para superar este desvanecimiento. Entonces, salvaje, me recuerda, a lo bruto, como hicimos el amor en el patio de los Leones. Conseguimos alejarnos del grupo. Que la noche y las llaves cerrarán el paso a otros humanos. Y estuvimos, también en el borde arriba, o abajo durante horas.
Entonces, el tapón que parecía quererme cegar la vida, sale expulsado como por una catapulta.
Me vuelvo hacia ella y la beso, como si ese gesto la pudiera poseer con aquella fiereza. Entreabro los ojos, veo a mi madre, con la toalla, a mi padre con la quiniela y a mi hermano con la plancha para asar verduras, tomates y algún ingrediente carnívoro: panceta y chuletas.
Los vuelvo a cerrar pero ya mi hígado deja de filtrar, me siento mareado y acierto a separarme de ella a volver a mirar hacia Federico, mi hermano, pero ahora a su cara. Es una efigie burlesca de otros tiempos, pero en su cara veo una satisfacción inmensa y el entusiasmo de un vencedor.
Ella, coge un cubo de agua y me lo arroja. Me siento violento, pero limpio. Me vuelvo hacia ella. Es la reina, con la piel aceituna más bella del mundo. Sus ojos son de zafiro, cuando me quiero reincorporar para acogerla, ella se pone en pie y coge en las manos la plancha de mi hermano. Me coloca encima de ella. Y pronuncia una sentencia, si acudes a las planchas para ser querido te dejaré que te hagas, poco a poco, en una de ella.
No sirve que busque un ápice de complicidad en ella, lo tiene muy claro y el mundo desaparece bajo el árbol en el que nos tumbamos para contar los poros por los que nos introducimos en el otro. Comprendo que ese darme a ella, no lo había hecho con la frecuencia debida.
Fuera de la sombra del árbol percibo un tumulto, pero las yemas de mis dedos están viajando al planeta infinito de ella. Cada estación necesita su parada. Un león de entonces, nos poseyó, anido en nosotros y nos gusta despertarlo.
Ruge la selva y se desvanece las planchas hacia el otro que nos desaparece y nos ciega de nosotros mismos
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