martes, agosto 09, 2022

Hojas y Cruzados

  De una hoja que flota por el aire buscando un lugar donde mimetizarse en un suelo de otoño, sabemos que su tiempo de esplendor lo ha perdido. Era verde, le atacó el pulgón pero se salvó a tiempo y cubrió una rama que se mostró orgullosa de su belleza. No hablamos de su producción de cerezas en aquel árbol, aún joven, eso era otra cosa.

   De su nueva situación no podemos añadir mucho. Ya posada en el suelo, podría ser pisada por un abuelo que la trituraría por la pesadez con la que se establecería sobre ella y la recorrería en su arrastrar de piernas; podría ser parte del sueño de una niña que ante la lesión de Alexia, su referencia en el fútbol que le apasionaba, golpearía distraída lo que se iba encontrando por el suelo, por si encontraba una receta para que Putellas, estuviera, ya mismo, iluminando, otra vez, sus sueños. El ser empujada por una sopladora a una aglomeración donde podría perder su identidad, la creaba una violencia porque esa tristeza de un fin, difuminada en la nada le anunciaba sus múltiples desgajamientos, oía que para ser un fertilizante natural. Si, pensaba, todo muy bonito pero ya no seré yo. Era un acto de rebeldía, ante un triste posado de aceptar lo irremediable.

  Cuando estaba en esa triste y logreba disquisición acerca de su posible fin, una niña con un cuidado extremo la levantó de un suelo que parecía la quería absorber para ser parte del viento. La mostró a su padre y a voz en grito, proclamó que a sus cinco puntas le daría una nueva vida.

  Por un buen rato, en el colchón mullido de las manos de la niña, no recordaba haberse divertido tanto, desde los días dónde un viento huracanado la empujaba en su columpio, amarrado a la rama, con el anclaje, tan pequeño, pero tan firme del pecíolo y la vaina.

  En aquellas delicadas manos, con dedos separados para darla ¡Aire! le caía agua, porque, aunque tenía su tesoro, no podía prescindir, de pisar charcos o, más bien, de aplastarlos. También en esa odisea hacia la casa de Tere, que así era como se llamaba, oyó como le preguntaba a su padre, si podría pintar los ojos de cielo de mamá. En esos momentos, sintió que el agua también podía saber a sal y que las lágrimas que es como su papá dijo que quería limpiar en ella y en él, podían ser las gigantes  pero producían cosquillas de amor. El silencio se hizo como el de su verano vivido, donde hasta las moscas perreras parecían querer negarse a dar un vuelo de más. Sintió una ligera opresión sobre su nervadura central y secundaria, que si no hubiera sido por su fortaleza, pero también por la gracilidad que le habían otorgado los diferentes líquidos caídos, la habrían quebrado.

  Cuando llegaron a su nueva casa, fue dejada sobre otra hoja, así la llamaron. Curiosa la observó durante un rato inmenso. Miro arriba, abajo, busco acariciarse de una forma más consciente con la nueva superficie, pero no sintió lo mismo que le había producido rozarse con sus hermanas del árbol donde vivió. Está era firme, enorme pero no la transmitía ninguna emoción.

   La hizo reflexionar el hecho de no significarle nada.

  Se apagó toda luz y cuando a la mañana siguiente está empezó a hacerse más intensa, la desperezó unas caricias conocidas, eran las manos de la niña que la humedecia con un pincel impregnado en agua. 

  Se quedaron mirándose los dos. No era un desafío como había oído por la noche en una película del Oeste que pusieron en lo que llamaban televisión.

    Eran miradas de conocerse pero no en el interior, también en lo que había debajo de ellas dos. 

   Teresa le aplicó un producto que la hoja pensando que era química artificial, intento rechazar. No era así, Pedro había consultado y utilizado pigmentos químicos naturales.

   La hoja, llamaremos, Filomena, por la mamá irlandesa, empezó a recibir productos que le hacían ojos, y ayudó a que fueran como los de la niña. Esta sonrió por la ocurrencia de la hoja y porque intuyó los de mama. Luego la dio una boca y Filomena puso los morros que había puesto la pequeña cuando su papá no le compró la chuche que le hubiera quitado el hambre. Teresa explotó en una carcajada porque descubría la vida y la ironía que sabía desplegar aquella tranquila hojuela.

   La nariz se hizo grande como la suya y la de Pedro cuando se abrieron para absorber la humedad olorosa de las primeras lluvias. Eran iguales, aunque el tamaño era el del padre, pero todo tenía su proporción. Le dibujo un pelo rubio y ensortijado y cuando pensaba que ya no cabía más. Sin que Teresa hiciera nada, la hoja la mostró los dos brazos que tenían el calor de mamá, se adormeció allí y luego empezó a contarla mil y una anécdotas y la hoja quiso ser eterna y lanzarla sueños desde su envés y limbo. Y ella, a su vez le hablaba de Claudia, de Aitana, de Viki, de Mapi, y de otras. A las hojas, no podría evitar pisarlas por ser el otoño tan grande, pero en sus vuelos, vería a Misa y su enfado, a Sandra, a Salma e Irene.

  Decían muchos hombres embigotados que ellas, eran otra cosa para el fútbol, como si las quisieran despreciar. Va, dijo Tere, sabemos lo que queremos y seremos guerreras.

  Y a Alexia la vio cruzar a los cruzados y las dos soñaban jugar juntas sin fin


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