Andaba dudando si acudir a la viña para darle una atención más adecuada. Algo pasó ayer que me hacía dudar de esa segunda oportunidad que le concedía a esa parcela, que a todas luces parece que pudiera estar viviendo su corrosiva decadencia como muestra en alguna de sus viñas que o se parten, por la sequedad extrema o que, porque con una ligera agitación proclama que sus raíces ya desaparecieron y sólo queda la apariencia.
El caso es que alguna rama, me había hablado. Me han pasado cosas raras, pero que cuando ese día 27 de Junio, no tan alejado de una primavera primorosa, yo, inocente, pero contundente por lo que dicen que es por el bien del general viñedo, acercaba la tijera, una rama me chistara (ssshh, ssssshhhhh) para decirme que no era a ella, sino a la que estaba al lado a la que debía dar el corte de gracía; al principio me hizo sonreir; me dije, como yo, cuando me quedo como un palo al ver a esa magnífica chica que con su pelo ensortijado, me enamora con sus imitaciones.
Claro, uno se pone a pensarlo y dice, vaya esa rama me habla y aquella de allí, tan bella, ni siquiera se identifica con lo cual, me llevan a hacer una discriminación por la simpatía de la primera que, por el tiempo pasado, yo debía saber poner en su justo sitio, pues tiempo hacía que aquella silente diosa, me había animado al persistente "I like, I could".
Aquella última no me habla con el lenguaje que yo estoy acostumbrado a ya no oír, así se hace uno de mayor y sin embargo la pulcritud, el brillo de su ropaje también debiera ser significativo para mí. Pero claro, te pones a escuchar a Juan José Millás, en el "A vivir" y tú dices, pues no, no he cogido el cuaderno donde apuntar las palabras que me soltó, (cómo agraviada, como enojada) esa rama que, sin embargo, debía comprender que debía servir para prepararme ya mi próximo hamburguesa vegetal carbonizada.
Hizo ese último intento y, como para quererla, como para besar su tiempo, busqué por el suelo más alejado, por los troncos más débiles, por las más bajas ramas y pasiones algunas que me pudieran atraer, pero no pude. Supe que debía sacrificarse para encontrar esa más fuerte, más preparada para recibir un injerto, que en un tiempo posterior, endulce el paladar de quien se rebulle bajo las sábanas satinadas que se aprestaron a resguardar nuestros ardores de la llegada del profundo otoño.
Y porque ella me había hablado, o yo, por primera vez, había sentido las hebras que la hacían poderosa, me entregué a su contemplación por unos instantes, y de allí, con todas las anteriores ramas y hojas, que pintaban el suelo de un ocre sobre el que revivir mi primitivismo, me embarqué, en tan magno escenario, en una danza para recordar cada uno de sus estadios desde los trazos, a veces quebrados, otros energéticos; a veces húmedos, o risueños con las gotas que o la temblaba, con la agría caída de cielos quebrados y enfrentados o la acariciaba por la dulce cascada por la que manaba una nube con besos de esponja.
Sobre el escenario que había llenado con ramas y hojas que parecían desamparadas, yacía para sentirme tan ebrio por los abrazos postreros de sus tallos que se ceñían en mis formas; por las hojas sobre las que giraba como para engendrar otras vidas, en aquellos páramos de sudores, miradas y sonrisas ebrias de las pasiones contenidas en zumos que irrigaron pechos ardientes apenas sofocados.
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