Bajo a la fuente, no por llenar el botijo, que ya lo he llenado hace un rato, sino por ver si vienen los de la tuna. No ha pasado ninguna vez, pero bueno, nadie esperaba que la mula que tenía mi tio fuera Pegaso y así, la ví hace años.
Alguno pensará que sería porque de pequeño se ven las cosas grandes, de otra manera y sin embargo, debo aclarar que entonces yo jugaba en la NVO, porque allí, las faltas de ortografía estaban al borde de la acera de mi vecina, donde yo siempre quería ir porque me gustaba muchísimo, sobre todo ella, la chica; pero cuando llegaba con mi balón dando botes, con las dos manos, pasándomelo entre las piernas, con cambios de ritmo con música de AC/DC y después miraba ansioso de su asentimiento a su ventanal, donde la veía como una musa de formas redondeadas, como las letras de las poesías que la escribía; ella, sacaba un cartel, donde solo entreveía su alargada mano que yo soñaba, primero sobre mi cara. Mi ánimo caía en un pozo del que me costaba salir, por su boca. Sus palabras crueles eran: no te veo.
Así que durante mucho tiempo, mi participación en esa división, la mantuve porque pensaba que en un momento determinado me podría pasar como a Petrovic, que no había caído con la coreografía adecuada y por tanto, su público, en este caso, ella, aceptaría mis ocultas habilidades, las cuales, por fín, la embaucarían y sería un tiempo pegasiano. Al poco tiempo, cuando mi tiempo de entrenamiento había aumentado porque me había imaginado que eso la prendaría porque mi cuerpo también estaba cambiando y por aquella época mi figura era muy estilizada, pasó que deje de ver su cartel, y porque, ya sólo me podía asomar a unas muy determinadas horas, donde el Sol daba sobre su cristal y por tanto, mi febril imaginación, dibujaba su silueta sobre aquel juego de luces. Yo me esforzaba, más y más. Sus formas me llevaban al éxtasis, sus besos los imaginaba cada vez más apasionado, nuestros encuentros los imaginaba incluso sobre aquel Pegaso, por lo cual, porque no poder llegar un día a una catarata, otro día una poza de agua esmeralda y otro, a corrientes donde nuestra pasión superaba cualquier ola acelerada.
Cuando poco a poco, el tiempo en el que asomaba, hizo que el sol diera de otra manera sobre el ventanal. Me di que todo estaba oscuro; quise acercarme al portal, pero todo fue más duro y más prosaico, aquel vecino suyo, que remataba los balones, sobre la portería que trazaban las ventanas de mi casa, me comentó que aquella familia se había ido hacía tres meses, porque ella estaba totalmente entregada a él. Comentó también, aquel bufón, que no me hizo reír, sino darme cuenta de mi joroba moral que ella estaba más entregada, cuando había estado un buen rato asomada a la terraza, bien las habilidades de algunos de los adolescentes que estaban en aquella calle sin coche.
No he vuelto a tocar un balón de baloncesto desde el entonces. Sólo, a veces, añoro sus formas, y entonces, escribo a bolígrafo como para recorrerlas. Cuando no me vienen las ideas, lo dejo a un lado y tomo el botijo, como para atraer la posibilidad de aquellos tiempos, por si se arrepintieran y se me presentará.
Debe ser que sólo tiene agua y no es una bola mágica
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