viernes, junio 05, 2020

La paleta espíritu

Pensó en el medio de sus pesados pasos que aquel escenario sería grandioso. Aquellas piedras, lanzadas en sus 75 metros verticales hacía un cielo gris, se anclaban a la tierra a través de aquellos árboles equilibristas que rasgaban los colores graníticos para penetrar a un mar de orgasmos visuales. A ello, nos habían llegado estos tiempos.

 Embarcados en la vida, con un oleaje al que nos habíamos acomodado y con una ruta a la que nadie debía poner en cuestión. Sabíamos de las gaviotas que nos acompañarían durante un buen rato con sus graznidos y su vigilancia por si se nos ocurría pescar algo fresco que nos arrebatarían de las manos, confiados en que ellas eran un buen termómetro para saber que la tierra firme aún nos podría guarecer en caso de duda. La secuencia siempre era la misma, nuestro hilo que se alargaba a un medido infinito que nos concedía un carrete generoso hasta su límite, la paciencia en la que nos manteníamos firmes, divisando en el horizonte, sólo agua, y en el de nuestra imaginación ballenas que nos elevaban en su expiración, delfines que no luchaban por descabalgarnos y tiburones que siempre nos decían que nos esperaban. Cuando picaba el atún, recogíamos con premura, para asegurarnos que en su sorpresa, su agitación le mataría. Lo elevábamos y una vez en cubierta, el atún y nosotros, nos hacíamos nuestra pertinente fotografía para que la posterioridad confirmara que ese fue el último y único momento que estuvimos juntos. A continuación una bandada de gaviotas, organizadas en el instinto de tantos años de supervivencia, se lanzaba de forma desaforada para en 30 segundos mostrarnos el armazón que había sostenido aquel bello ejemplar. Nuestro desasosiego era, aun siendo inmenso, menor que la satisfacción con la que se volvían a tierra firme aquellos alados ladrones de esfuerzos ajenos

 Nosotros nos habíamos acostumbrado a los instrumentos que nos parecían dar la medida de los vientos, de la temperatura, de la proximidad de las tormentas.

Y sin embargo, no parecía que nos enteramos que había barcazas con las podríamos chocar en nuestro ensimismamiento por la belleza de las olas rematadas en blanco, con el azul del cielo que se fundían en el mar por donde nos atravesaba la humanidad de seres en amor a la profesora que portaba el arma de la sabiduría para compartirlas con sus alumnas descubridoras.

No queríamos saber, que la tierra estaba viva en su pálpito de acuarelas lanzadas desde las profundidades podría aparecer una isla sobre la que podría estar trazando líneas, el lector de enigmas

No sentíamos que tantas corrientes podría, incluso engañar a la segura brújula.

Nuestro tablón se había abandonado a lo que otros nos escribían. Lo dejamos en blanco y allí, en nuestra felicidad, nuestros sueños eran los muelles del colchón que habíamos metido para aquella travesía; lo habíamos recogido del lugar recomendado por un papel atravesado por una chincheta de punta afilada en única y definitiva.

Cuando un día, ya en alta mar, sin ningún ave que atracará nuestra fortuna, nos dimos cuenta que la tormenta perfecta estaba llegando. Contemplamos con horror que todas nuestras mediciones enclavadas en los salientes a las que nos habíamos elevado para nuestra seguridad, perdían todo su valor, aún en la belleza de sus formas, desnudas y coloreadas para su distinción.

Veíamos, que el infierno, tenía escaleras para un lado, al disfrute de lo que alguien, había decidido que nos sería vedado aunque nosotros habíamos decidido investirnos de todos ellos; pero para el otro lado, al avistamiento de las miserias con las que habíamos convivido, con un barco invadido de animales, que aún bellos o feos, destruían las estructuras de los aceros, más impolutos; las telas más firmes y los plásticos más sólidos.

Creíamos que aquellas ultimas aves, habían sido un momento pasajero, una excepcionalidad en nuestro calibrado mundo mas para agarrar con sus garras y picos aquel manjar que  le habíamos preparado de forma enamorada y eficiente, antes habían soltado los pequeños animalillos que como aperitivo portaban, como dudando de nuestras capacidades. De aquellos inocentes nuevos pasajeros, habían crecido los detritus que emponzoñaban elementos claves que necesitaríamos para estos momentos donde se avecinaban vientos huracanados, sirenas desvestidas con una voz para el refugio, olas como cuevas para enterrar incluso los periscopios de nuestras siempre inasequibles esperanzas.

¿Cuánto duraría aquel pasaje? Habíamos oído que a lo largo de la historia se habían sucedido muchas de ellas. Nos daba la seguridad, saber que ahí estábamos, pero, cuando instantes después todo llego, se nos encendió la luz de la certeza de una posible muerte inmediata; para nosotros, ya no sería pasajera sería infinita y sempiterna porque el final en aquel barco a la deriva no importaría a las generaciones futuras, nos importaría a nosotros que éramos quienes lo podíamos relatar, ese sólo instante.

Comprendimos que el cuidado de nuestro barco, no debiera haber sido abandonado por la recreación en unos paisajes tan caducos, como inestables.

Comprendimos, que en el pintor, en su paleta y sus pínceles anidaban cien fuegos en los que había labrado sus íntimos encuentros con cada habitante de sus obras.

 Tarde, no sabíamos cuánto, para achicar aquellas, cada segundo, angustiosas zozobras, reclamamos los dedos de donde:

-          habían salido las picos acuosos de las olas que había surfeado en su vida,

-          habían tocado los timbales para ver desfilar los amores al encuentro con el otro

-          habían abrazado las risas, cañas y soles que tenían alma en sus telas

Aquellos instantes eran nuestra vida, el valor de seguirla o aparcarla para que un tiempo después alguien se arrobará sobre la barra de otro barco, contemplando otro Sol comido por el atardecer pero si no comprendíamos que nuestras acciones debían penetrar en las texturas de los colores con los que nos vestimos, si no defendíamos la firmeza de un trazo con el que determinaremos la suavidad de la piel con la que los encuentros son fuegos y los efluvios son un abrazo cuando por la borda tu cuerpo asoma desvanecido, entonces no habremos comprendido que cuando penetramos en un cuadro las transiciones desde un cielo a un cuarto de máquinas de un vapor del Mississippi, tiene la escalera de caracol del maquinista que también del círculo del Edén para vivir en el camastro de embestidas con vistas a ojos de almendra .

Trazo sobre mi tablón para darle una mano a quien camina sin cargas, para ser compañero

No hay comentarios:

Siameses y mercader

Siameses y mercader
Zaida, Fernando y