Cuando Bonifacio había tomado asiento para tomar una cerveza que le permitiera mirar aquella exuberante naturaleza, pensó que el mundo era maravilloso y que había tenido una revelación por haberse decidido a salirse de la esclavitud del móvil que le había tenido cuatro horas tratando de dar placer a los trabajadores de las apps que tienen que dar la turra por una miseria.
Colocó la silla para ver, por un lado, aquellos árboles y cuestas talladas a lo largo de los siglos; por otro lado podía observar el transcurrir de las gentes del lugar. Al final estaba, un poster de Bruce y debajo, tumbadas se habían acumulado las niñas asesinadas aquí, pero también con el silencio actos genocidas de un país, como son los peques que nos los desgarran en Palestina, porque nos los quitamos nosotros.
Estaba embebido en la música de la Pasión según San Mateo de Bach; parecía tarde, dada mi avanzada edad, pero estaba entendiendo claves que no me habían sido posibles comprender durante siglos, que era el pecado de no haberme adentrado en aquel mundo, mucho antes.
Entonces llego Bella, se puso delante y ya no pude ver ni la montaña, ni a Springsteen hablando del pez descerebrado que andaba guiando a todo un país.
Nunca podré recordar la pregunta que me hizo; pudiera ser sobre una estupidez o sobre una parábola sobre el trigo y el cortar las cabezas más altas porque son las que están tomando más recursos de la tierra y empobrece la otras.
El caso es que al volverse y darme la espalda, podía haberme vuelto a la observación del castaño que se remarcaba en el principio de la subida o podía haber buscado el cuerpo de la pequeña que yacía amputada, con una sonrisa de mil kilotones que destruía la impudicia de quererla asesinar.
No ocurrió.
A medio metro de la mesa, se me expusieron delante mío sus equilibrados y rellenos glúteos; alguien en la otra mesa, con un falso pudor, me hizo pasar una gran vergüenza porque soltó: "te está mirando el culo".
Tuve los reflejos que no tuve en otros tiempos y dirigiendo a la señora, quizás envidiosa, quizás admiradora mía, que no había sido correspondida, contesté, perdone señora mi mente está recordando la cuarta estación del Via Crucis, y no teniendo a mano ningún boli y haberme dejado el móvil cargando al lado de su trasero, ¡mírelo señora!, he fijado mi atención en esas dos hojas que son las nalgas de esta joven que se me ha expuesto tan de forma inesperada y me han recordado todo el sufrimiento que hay en el mundo.
La mujer me llamó impío y la joven se quedó maravillada que Bach pudiera ser descrito en sus cachetes. Me sonrió, me cogió los mofletes para simular mi vergüenza y se marchó contorneando el mundo enmarcado en sus dos magníficas columnas.
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